Las palabras son importantes. Tampoco se trata de hacer un drama del asunto, pero son importantes porque con ellas definimos el mundo y nos definimos a nosotros mismos. Su trascendencia, que en nuestro día a día seguramente pasa inadvertida y así debe ser supongo, puede ser sin embargo importante en un ámbito como el parlamentario. Por cierto, que parlamento etimológicamente proviene, explica el diccionario de la RAE, del occitano parlar, hablar. Así que cuando dos diputados se espetan calificativos como “golpista” y “fascista” -pocas palabras deberían herir más en democracia- en el marco de un debate -ejem- en sede parlamentaria, es decir, la sede elegida para hablar y resolver y gobernarnos y ordenarnos, pues oiga usted, me pregunto si al margen de la debilidad de un calentón verbal no habría que coger a los protagonistas y mandarlos al rincón de pensar durante una temporada. Más que nada porque la afición al tú golpista pues tú fascista parece que se ha puesto de moda y más allá de cierto margen a la dialéctica y la floritura oratoria, quizá en un empeño por la contundencia aunque no sea particularmente elegante, al menos yo espero de los representantes públicos actitudes y disposiciones constructivas, responsables y serias.