Seguramente el fenómeno no es nuevo. Precisamente por eso sorprende la aparente facilidad con la que vuelve a prender. Vivimos tiempos de radicalidad. Radicalidad en el pensamiento y radicalidad en los instrumentos. Lo radical en nuestros días, me temo, tiene poco que ver con lo fundamental o lo esencial, y más con lo extremo, lo tajante y lo intransigente. Vivimos en una sociedad en la que cada vez más todo se estructura en torno a blanco o negro, en la que los grises cada vez se valoran menos, en la que o estás conmigo o estás contra mí, en la que todo vale para alcanzar tu objetivo en un camino en el que lo primero que arrasas es al que no tiene el mismo objetivo que tú, en la que la respuesta a esa espiral de pensamiento y/o de acción anclada en una radicalidad extrema, tajante y/o intransigente parece que solo puede darse desde otro pensamiento y/o acción igualmente radical en lo extremo, tajante y/o intransigente. Definió con éxito Zygmunt Bauman la idea de la modernidad líquida, sin referencias ni realidades sólidas, sino en continua transformación, en una sociedad cada vez más provisional, más precaria, pendiente de lo novedoso y, a la postre, agotadora. Una líquidez del sistema que se lleva por delante los matices, siempre más complicados, pero siempre también más enriquecedores y, desde luego, auténtica base de la democracia.