las piernas empezaban a flaquear y tras cada metro que avanzaba me sentía más desamparado, más lejos de la ducha y el sofá, más perezoso, más desmotivado. Entonces la lista del día del Spotify escupió The Final Countdown y el cansancio desapareció como por arte de magia. El Campo de los Palacios se transformaba en las escaleras esas de Filadelfia y yo era Rocky Balboa, hiperventilando para suministrar más oxígeno a mi ahora vigoroso tren inferior. Y todo por una canción que me transportaba a la última etapa de la infancia, un tema capaz de levantar a Lázaro y hacerle esprintar con la mortaja al viento. Pasada la inicial y anabolizante euforia volvieron las malas sensaciones y llegó el momento de la reflexión. ¿Cómo sonaría el bajo si lo hubieran registrado como en los setenta, cuando el rock sonaba rugoso, físico, cuando la música pesaba, antes de que se pusiera de moda pasteurizar los discos? ¿Qué habría sido de ese temazo si en vez meter el Casio de tres octavas que le trajeron los Reyes Magos al hijo del teclista hubieran grabado con un hammond como Dios manda? Pues que probablemente yo no conocería la canción, ni tampoco nadie que no fuera familiar directo o colega de Joey Tempest. Es así y así hay que asumirlo.
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