He de reconocerlo. Hay cosas que ya me pillan mayor. Cuando me topo con ellas tiendo a asumirlas de mala gana y con cara circunspecta. Incluso me he llegado a sorprender a mí mismo rebuznando por lo bajini cada vez que las percibo. Por ejemplo, no aguanto la ropa que se adapta como un guante al cuerpo, sin importar en demasía si éste es propiedad de Apolo o si tiene trazas de saco de patatas, como, por desgracia, empieza a ser el caso del que perimetra a éste que escribe y suscribe estas líneas. Tampoco metabolizo en condiciones la moda de poner a la cerveza precios de oro líquido, por mucho que una caña sea capaz, por sí misma, de cambiar el color a una jornada gris o de dar vida a un día muerto. Y ya, el summum, llega cuando me enfrento a toda esa serie de organizaciones, empresas, instituciones o individuos que, para mayor gloria de su falta de virtudes, se dedican a definir con la rimbombancia adecuada sus puestos de trabajo con palabras y acrónimos raptados de la lengua de Shakespeare aunque se dediquen a cultivar patatas desde el corazón de un páramo castellano. Pese a mis rabietas, creo que los CEO (chief executive officer), COO (chief operating officer) o CFO (chief financial officer), entre otros exabruptos, han llegado para quedarse y hacernos la existencia más interesante.