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A micro cerrado

la comunicación entre las personas ha cambiando de forma radical en los últimos veinte años. El mundo digital es como una peli de James Cameron, pero en lugar de tener un alter ego azul y espigado la gente pone la foto de Angus Young, un banderolo de España, a Hello Kitty o un pedazo de buga, cada cual según su pedrada, y se lanza a mostrarse tal cual es, sin filtros. Todo el mundo conoce las reglas, y sabe que tras el anonimato del avatar o en el contexto privado de un grupo de WhatsApp hay ciertas licencias permitidas. También pasa en la vida real; uno no se expresa igual presentando un powerpoint que en el bar con los colegas. Por eso no se puede juzgar una conversación privada con los parámetros de una exposición pública, pues es injusto y además irreal, y de hecho lo que somos es probablemente una mezcla de nuestro yo doméstico y de lo que queremos que los demás vean. Eso sí, desnudos mostramos nuestras vergüenzas, y las de algunos son más bochornosas que las de otros. Por ejemplo, las de un juez que llama bicho e hija de puta a una mujer en situación de riesgo extremo según la Policía, pero que sobre todo es parte en un caso sobre el que tiene que juzgar; y las de la fiscal y la secretaria judicial que le hacen de palmeras.