e ra un día de labor cualquiera, desapacible, no necesariamente invernal, a esa hora en la que las lóbregas farolas proyectan las sombras de los árboles sobre el suelo y hacen surgir de la nada puertas abiertas a la fantasía más aterradora. Solo el pitido de advertencia de un semáforo en verde conseguía romper ese ambiente de cuento de Poe, capaz de erizar los pelillos de los brazos, para trasladar la escena al último suburbio del Detroit postapocalíptico que tuvo que vender los cuadros de sus museos para pagar las facturas de la luz. Nadie en la calle. Las persianas echadas. Edificios vacíos tras opacos ventanales. La inicial inquietud, irracional pero contenida, casi burlesca, empezaba a arreciar, y al miedo a los vivos, que los hay y muy malos, quién sabe si parapetados tras la próxima esquina, se sumaban imágenes fantasmagóricas, hipertrofiadas como las siniestras esculturas que salían a su paso. En su acalorada imaginación el transeúnte creía ver a Schommer Koch con su cámara, a Miguel el de los cupones, a Mariano Iñigo echando un cigarro, a Franco camino de la Catedral de María Inmaculada y, en el éxtasis del terror, la ciclópea figura del Sacamantecas. Acojonado ya sin matices, apretó el paso y por fin respiró aliviado al llegar a la estación.
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