Mi abuelo decía aquello de que no es más limpio quien más limpia sino quien menos ensucia. Y no tenía aquello que ver con no limpiar, sino con comportarse con un poco un civismo y no guarrear. Suelo acordarme mucho de estas palabras de mi abuelo. Vas a la playa a descansar unos días tumbada a la bartola, plis plas, con buenos libros bajo el brazo salpicados por un par de baños refrescantes. Magnífico plan. Salvo que no contabas con que el camino hasta tu metro cuadrado de arena para alojar la toalla, o el que te separa de la orilla del mar -por otra parte, en honor a la verdad, de aguas cristalinas-, o los metros de paseo pueden convertirse en una alegre carrera de obstáculos para sortear las colillas y no acabar con los pies como un cenicero. No es un contratiempo terrible, las vacaciones siguen siendo fantásticas, pero desconozco qué extraño fenómeno insalvable hace que algunos fumadores abandonen su colilla en la arena que todos, ellos también, vamos a pisar. Debe de ser la misma fuerza de la naturaleza que impide a muchos en la piscina tirar el vaso de plástico en la papelera a un metro distancia de su hamaca una vez que se acaban su cervecica. Mejor dejarlo tirado en el suelo. Un vaso, dos, una docena... Bienvenidos a la nave del misterio.
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