cada vez que Paul McCartney abre la boca con una nueva anecdotilla sobre las hazañas de los cuatro rockers que cambiaron la historia de la música corren ríos de tinta. La mitomanía es insaciable y todo nuevo dato, aunque sea un púber episodio de onanismo colectivo, valga la contradicción, alimenta la leyenda, aunque en el fondo no deja en evidencia más que las historias comunes y normales de cuatro chavales que trataban de aislarse y evolucionar sin dejar de ser quienes eran, pese a vivir rodeados de histeria. Yo me quedo con la música. Ahora me ha dado por ponerles a los críos sus discos en el coche, lo que me ha dado la oportunidad de descubrir, de nuevo, qué supusieron los Beatles. La época de enmedio, de Rubber Soul al White Album, antes de que el mal rollo se colara en el estudio, es un concentrado de innovación, eclecticismo y buen gusto. En menos de tres años recogieron, asimilaron y llevaron a su terreno la revolución musical que estalló justo en el momento y en el lugar en el que ellos, llevados al estrellato por puro marketing y por su fuerza en directo, dejaron de salir a tocar y se dedicaron a crear con mayúsculas. Y en cuanto a los lugares comunes sí, Ringo sabía tocar la batería; y no, no hubo un quinto beatle, que yo sepa por lo menos hubo otros cuatro.
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