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Vacaciones y dignidad

No lo puedo negar. Cada día en la redacción miro con cierta cadencia y poco disimulo la hoja del calendario en el que aparecen señalados con anotaciones en amarillo fosforito los días en los que, a priori, y salvo catástrofe mayor -léase, sucesos ocasionados por Godzilla o problemas generados por especies invasoras tipo Pikachu-, el menda desaparecerá del mapa con unas vacaciones de las de siestas diarias (en plural, sí). Ya sé que hay una amplia tendencia sociológica que defiende aquello de que el trabajo dignifica. Sin embargo, llegados a este punto, no tengo dudas en defender con cierta vehemencia que es más digno tumbarse a la bartola, digerir con tranquilidad un buen almuerzo bañado con una cantidad de vino que exceda lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), abusar del pintxeo en cuantas barras se pongan por delante, investigar si es cierto que existe una vasta variedad de marianitos más allá de lo común o coronar con gloria bendita en formato de copa el inicio del final de cada jornada de holganza. Y así, día sí y día también, al menos, hasta que el despertador vuelva a sacar a colación nuestra existencia como peones del sistema productivo en el que nos toca vivir y padecer. Y ahí, lo siento, pero no veo mi dignidad por ningún sitio.