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Atabaleros

He de confesar que, en ocasiones, veo muertos, pero de miedo. Sin ir más lejos, me ocurrió hace apenas unos días. Era la mañana en la que me tocaba rendir cuentas ante el erario público. Estaba esperando mi turno para narrar con pelos y señales mis penurias financieras al funcionario de turno. Y allí estaba ella, sentada en uno de esos bancos ideados y construidos con el único fin de incomodar a quien los utiliza y posa en ellos sus posaderas. La vi y me fijé en el amarillo logrado de su tez que, a aquellas horas de la mañana, competía en matices con un blanco que podría ser cadavérico. Alterado ante aquella visión, me interesé por el malestar de la muchacha. Sólo fue capaz de balbucear algo relacionado con un miedo atávico al resultado de su declaración de la Renta y a lo intimidada que se sentía en el edificio de la Hacienda foral, con un miñón oteando al personal y en un ambiente entre lo funerario y lo prudente. En aquéllas caí en la cuenta de que, con los recursos que tiene la Diputación, bien podría destinar a algunos atabaleros y trompeteros al edificio del fisco. Su labor sería muy bien recibida, por ejemplo, a la hora de llamar a los contribuyentes con un toque de turuta y tamboriles. Al menos, así, se relajaría una mieja la situación.