Al rico helado
La imagen me dejó congelado. Y eso que antes de salir de casa me había embozado tras varias capas de ropa, muy al estilo de lo que requiere la traicionera primavera, que acostumbra a llegar a estos lares nostálgica de heladas pasadas y melancólica ante el adiós del blanco elemento, tan habitual como la patata a la hora de construir los rasgos identitarios de quienes habitamos este pedazo de tierra. El caso es que transitaba yo junto a El Prado tensando el regreso a la redacción cuando me topé con aquello. Una furgoneta de venta de helados y bebidas frescas había tomado el mejor tramo de la calle con la sana intención de hacer negocio en unos días en los que, de haber pingüinos en estas latitudes, estos se mantendrían a resguardo para evitar el rigor de las inclemencias que acostumbran a afear los días desde que amanece hasta que la noche se adueña del panorama. Permanecía aún ojiplático y cavilando sobre aquella situación cuando, antes de volver a poner la calefacción del coche, apareció un varón de dimensiones hercúleas, con la camisa de cuadros arremangada y abierta hasta casi el ombligo. Se detuvo frente al furgón y pidió un cucurucho de helado, también de dimensiones hercúleas. Desde ese instante profeso la fe de los santones-caloríasy de sus profetas en el invierno perpetuo que es esta tierra.