Un don impresentable
Tengo tendencia a meter la pata hasta la rodilla en aquellos asuntos que merecen mesura, sigilo, calma y contención. Diríase que, en las peores ocasiones, disfruto haciendo más ruido que un elefante en una cacharrería repleta de vajillas de buen cristal y de cerámica fina. Es mi don y me acompaña desde bien crío. Quienes me conocen saben que siempre he logrado adornar las situaciones más peliagudas y delicadas con el comentario, frase, sucedido o acontecido menos adecuado. Y, lo peor de todo, es que en ocasiones parece que lo hago adrede, guiado por una especie de falta de empatía galopante cuando en realidad todo es fruto de la falta de sinapsis entre la media docena de neuronas sanas que aún me quedan dentro de la sesera. Bajo tales circunstancias, el otro día estaba tomando un café con uno de esos cargos institucionales cuyas funciones o, al menos, su definición, no encuentra acomodo en el espacio que da una tarjeta de presentación. El citado hizo un comentario sobre la demagogia que acompaña a todo aquello que tiene que ver con las pensiones y sus subidas paupérrimas. Mi don contestó que parte del dinero que les falta a los pensionistas se ha dilapidado en mordidas y mala gestión política. Al segundo, supe que estoy más guapo callado.