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El chaval del vagón

Él ni se fijó seguramente. O, por ser más exactos, no le dio importancia. No reparó en ello porque para él probablemente es lo más natural. Hablo de él, del chaval que no parecía tener más allá de 16 años que viajaba la semana con su cuadrilla en el mismo tren que yo. Hablo de él, pero podría ser otro u otra cualquiera. Hay muchos. Muchos que, como él, entran en el vagón y echan un vistazo general y crees ver en su mirada que en unos segundos, antes de elegir asiento, han estudiado, analizado, evaluado y anotado el paisanaje. Y que en un momento dado cruzan su mirada con la tuya y sientes como si en alguna fracción de segundo se hubiera tomado la molestia de perdonarte la vida, a ti, pobre mortal, para sentarse y continuar la charla con los suyos. La mirada duró apenas un segundo, lo suficiente para que me quedara pensando qué carajo le ha pasado en la vida a un chaval tan joven para mirar con esa actitud desafiante a una fauna de vagón que, como en mi caso, ya peinábamos canas sin mediar nada más que esa mirada. Y pensar que quizá veo cosas donde no las hay. Probablemente. Y pensar también en la cantidad de personas que camina por el mundo en plan perdonavidas y lo agotador, tedioso y desabrido que es.