El cierre de la Cumbre del Clima de Bonn (COP23), transcurridos dos decenios desde la firma en diciembre de 1997 del Protocolo de Kioto y dos años después de la concreción en diciembre de 2015 del Acuerdo de París, confirma la dificultad de desarrollo e implantación de las políticas contra la emisión de gases de efecto invernadero, hasta el momento muy lejos de alcanzar los niveles de compromiso de aquel otro protocolo medioambiental (Montreal, 1987) para proteger la capa de ozono en que la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático ha pretendido inspirarse. No se puede negar que cada cumbre supone, en cuanto a intenciones, un avance. Ni que Bonn ha servido para confirmar que los progresos efectuados en la reducción de emisión de gases de efecto invernadero por China e India (han pasado de aumentarla un 110% entre 2010 y 2015 al 16% actual) palían en cierto modo la retirada de EEUU de los compromisos alcanzados en París. O que Bonn ha formalizado que los países desarrollados rindan cuentas al respecto (aunque persisten las discrepancias en cuanto a la financiación de la lucha contra el cambio climático en los países en desarrollo) antes de que en 2020 se empiece a implementar el Acuerdo de París y el compromiso de las potencias emergentes frente al calentamiento. Sin embargo, la cumbre que se cerró ayer, y cuya organización ha costado 117 millones de euros, sólo puede presentar un balance a medias. Apenas ha llegado a un tímido convenio de mediación de la ONU ante los países ricos que aún hoy, cuatro años después, siguen sin ratificar la Enmienda de Doha al Protocolo de Kioto, que para dar continuidad a los acuerdos hasta 2020 necesita de la firma de 140 de los 200 países de la Convención. Y debe mostrar como logro principal la conformación de una Alianza Global para Eliminar el Carbón, impulsada por Canadá y Gran Bretaña, en la que sin embargo no participan el país anfitrión, Alemania, ni Polonia o el Estado español, cuya política y práctica medioambientales siguen siendo absolutamente incoherentes con los compromisos internacionales suscritos. El mejor ejemplo es que el Gobierno español se niega a eliminar una producción que solo supone el 8% de su total energético pese a que lejos de cumplir con la reducción del 15% de las emisiones de 1990 a que se comprometió hace dos décadas ha seguido aumentando estas año tras año.