La jornada del referéndum catalán deja tras de sí un mal sabor de boca. El regusto amargo de las imágenes de represión y cargas policiales irresponsables que acabaron acreditando lo que cualquiera de sus protagonistas debía saber con antelación: las fuerzas antidisturbios, como antes los jueces, no son el mecanismo por el que se resuelven las divergencias políticas en democracia. Inútil y desproporcionado son dos calificativos descriptivos de lo acontecido. Inútil porque la celebración del referéndum no ha resuelto el problema catalán ni lo sustenta como Estado independiente por el mero hecho de haberse realizado. Inútil también porque la actuación policial no ha servido para sus presuntos fines -impedir la votación- ni midió las consecuencias de convertir la de ayer en una jornada reivindicativa por encima de las dificultades que ya acumulaba el proceso referendario para poder ser homologado internacionalmente. Y fue desproporcionado porque la intervención policial acabó siendo una agresión injustificada sobre civiles no violentos manchada por la sombra de la premeditación: al elegirse expresamente centros de votación en los que se anticipaba la presencia de medios de comunicación por tratarse de los que correspondían a la votación de los máximos responsables del procés, empezando por el de Puigdemont, se aceptó disputar la partida de la simbología. La acumulación de agentes antidisturbios por parte del Ministerio del Interior anticipaba la voluntad de una demostración de fuerza. El Gobierno de Mariano Rajoy eligió confrontar el protagonismo de las Fuerzas de Seguridad del Estado al de la sociedad civil catalana. Cuando, como ayer, ese protagonismo se dirige contra una votación, es difícil sustraerse a la sensación de que el procedimiento democrático ha sido sometido por el monopolio de la violencia. Con todas sus dudas previas, con los excesos indudablemente cometidos en el proceso de tramitación del referéndum y su inseguridad jurídica, el día de ayer dio un vuelco al debate sobre la legitimidad. La intervención policial realizada obliga a centrarse en la propia legitimidad de una represión que no salvaguarda la integridad física de los ciudadanos, ni sus derechos fundamentales. Las cargas de las unidades antidisturbios de la Policía Nacional y de la Guardia Civil no iban destinadas a impedir un alzamiento violento, civil ni armado, que no existe; no restauraron el orden en un territorio sin garantías individuales o colectivas porque esa visión no responde a la verdad de lo que ocurre en Catalunya. Las cargas orientadas a la incautación de urnas se describen por sí mismas. Una democracia auténtica no carga contra las urnas. Bien al contrario, se dota de cuantos mecanismos sean precisos para canalizar hacia ellas las discrepancias políticas que alberga para trasladar a sus instituciones los debates. Pero, por acción y por omisión, según el momento, el Gobierno español ha practicado el procedimiento inverso. Ha arrojado fuera de las instituciones democráticas toda posibilidad de conducir hacia el consenso la divergente visión que del Estado tienen actores principales y legitimados por colectivos amplios de la sociedad catalana. Sus mensajes han alimentado una única forma de construir la convivencia en el Estado a través de la sumisión a las normas y no de la adhesión a su objetiva utilidad. Con su interpretación restrictiva de las mismas, ha puesto en cuestión precisamente la objetividad de esas normas y su capacidad para ser punto de encuentro. No hay argumento más pobre en democracia que el de la mera fuerza. Al día siguiente no asistimos a la resolución del problema, sino al desgarro de la herida por un intento de someterla por la fuerza. Un escenario de perdedores en todos los ámbitos.
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