Ver para creer. Hace unas semanas comenzaba mis vacaciones veraniegas con las ganas propias del que nunca antes ha disfrutado de las mieles de un periodo diseñado para el ocio y el asueto propios. Ahora, ya en el tajo, aquel inicio se me antoja una quimera lejana y desubicada dentro de una realidad que se empeña, como siempre lo ha hecho, en desvelar que la mesura suele ser la mejor fórmula para afrontar los buenos y los malos momentos. No me entiendan mal. Me gusta lo de vivir sin tener que trabajar. Disfruto como nadie de actividades tan estimulantes como sentarse a la sombra en un patio interior de un pequeño pueblo castellano con la única pretensión de dar fe del progresivo incremento del volumen que se empeña en asentarse con regodeo en la masa abdominal que decora mi hercúleo cuerpo y de comprobar el paulatino desgaste de las reservas de cerveza que antaño se apilaban en la despensa con pretensiones de eternidad. Lo que ocurre es que el día a día regresa para imponer ritmos y una realidad que, por desgracia, poco o nada tiene que ver con las ilusiones y engaños que decoran las vacaciones. Por eso creo que siempre es mejor tirar de filosofía para evitar confundir la velocidad con el tocino, por muy rico que esté éste.
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