London. Miércoles 14. Un edificio de 24 plantas arde como una tea, como una antorcha en la noche con todos sus vecinos dentro. Oigo el hondo rumor de sus huesos vivos. Las alondras fugaces de la primavera nos dejan los labios petrificados por el susto del amor a la vida. Le vemos la cara a la muerte y nos produce en el alma una torcedura de horror. Se alza viva la hoguera entre los pobres para recordarnos cosas, muchos conflictos creados artificialmente. El dolor se vuelve rabia y los supervivientes y vecinos, ninguno rubio de ojos claros con traje, con paraguas, de la City financiera, más bien morenos de tez, cabello y piel, asaltan el ayuntamiento del barrio reclamando el nombre de sus muertos y los responsables del barniz asesino y barato que imprimieron la fachada que ardió en media hora como una antorcha el edificio. Y que se sepa no fueron los musulmanes radicales sino el Gobierno que ahorra siempre en contra de los pobres, quién propició el fuego y la muerte atroz: sólo personas sin principios podían ser tan complacientes con el posible dolor. “Vinimos de Siria para estar seguros y ahora estamos muriendo.” son la últimas palabras de Mohamed por teléfono antes de ser abrasado. Palabras tan recónditas y eternas como la nada. No se puede ser pobre y extranjero en ninguna parte. El dolor nos ha saltado en astillas el corazón. De nada sirve llorar.
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