yo, del mundo digital, lo justo. Me muevo en él porque ha pasado de útil a indispensable y no me queda más remedio. Además, y afortunadamente, alguien supo desarrollar la tecnología para que hasta los más inútiles fuéramos capaces de manejarnos en ese abstracto universo táctil. Hasta no hace ni diez años, cuando lo que hoy hacemos con un dedico lo hacíamos con el ratón, había que saber bucear entre archivos, instalar cosas y descargar drivers para sobrevivir, como si para conducir un coche hubiera que saber cambiarle la junta de la culata al motor. Ahora esto ya no es así. Los usuarios ya no estamos en pañales. Ahora lo están los gobiernos y las grandes corporaciones. A la par que las abuelas teclean con sorprendente soltura en el Whatsapp, a los servicios de inteligencia les roban los códigos tóxicos que ellos mismos diseñaron por si acaso algún día hay que petar el mundo de los unos y los ceros en una eventual guerra digital. Es como si un villano tipo Goldfinger le hubiera mangado el maletín nuclear al presidente de los Estados Unidos para, entre malignas carcajadas, chantajear al mundo entero y sembrar el caos. Y en vez de James Bond, en el nuevo milenio nos ha salvado el pellejo un mocosete de pelo afro comprando un dominio de Internet por diez euros.
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