el crimen organizado tiene sus reglas y una de ellas es que la paz es mucho mejor que la guerra para los negocios. Blindar el sistema que nos da de comer a todos, nuestro modo de vida, nuestra forma de ser, es lo prioritario. Así, en circunstancias normales, los clanes respetan los territorios del rival y se dedican sencillamente a ganar dinero de manera ilegal. Sin embargo, cuando alguien de peso rompe la baraja y viola la omertá para amortiguar su propia caída, se desatan las hostilidades dentro de la familia y el problema acaba salpicando a todas las demás. El negocio y sus infinitos tentáculos se hacen visibles con toda su crudeza, la justicia se ve obligada a actuar, empiezan las vendettas, las normas quedan en suspenso y se multiplican los chivatazos, por venganza u oportunismo. La familia queda expuesta, debilitada, y es en esta coyuntura cuando los más ambiciosos de entre los jóvenes pelean por el poder, y el que golpea primero es el que golpea más fuerte. Si además lo hace por sorpresa, no hay apenas sangre, todo el clan jura fidelidad al nuevo patrón y los rivales, tras poner orden en su propia casa, le identifican como tal. El siguiente paso es volver a la opacidad, como pasó en Italia después de Totó Riina, o en Colombia tras Escobar. Menos mal que aquí no pasan esas cosas.