la dimisión de Esperanza Aguirre como portavoz y concejal del PP en el Ayuntamiento de Madrid ha sido la crónica final de una decisión ineludible desde que la pasada semana se destapara la operación Lezo, el saqueo organizado de decenas de millones de euros públicos que ha llevado a la cárcel a Ignacio González. Con su mano izquierda Francisco Granados en prisión desde hace dos años y la detención e imputación por graves delitos de su mano derecha González, Aguirre no tenía otra salida que apartarse lo antes posible. Tanto por lo insostenible de su situación personal como por la creciente presión de los actuales dirigentes del PP de Madrid, con la presidenta Cristina Cifuentes a la cabeza, y del propio equipo de Rajoy. Evidentemente, tanto Cifuentes, que aún tiene mucho que explicar de los casos de corrupción del PP en Madrid a cuya dirección y organigrama lleva dos décadas perteneciendo, como Rajoy, presidente del PP -o vicepresidente-, desde hace casi tres décadas, época en la que se han producido las decenas de casos de corrupción que han llevado a la imputación de cientos de cargos públicos y al propio PP, utilizan la dimisión de Aguirre como un escudo tras el que parapetarse para tratar de eludir sus propias responsabilidades políticas. Pero la realidad insistente apunta cada vez más arriba en la estructura de dirección del PP y el propio Rajoy ya ha sido citado a declarar como testigo en el caso de la caja b y de la financiación irregular del partido. La dimisión de Aguirre -comunicada por SMS a Rajoy en un último alarde de ironía política-, pone fin a su propia carrera política, que se inició con el bochorno antidemocrático del tamayazo -dos trásfugas del PSOE le dieron el Gobierno de Madrid pese al acuerdo mayoritario entre socialistas e IU-, y acaba con una dimisión humillante cercada por la corrupción. Pero no garantiza que la investigación judicial por los innumerables casos de corrupción y asalto a los recursos públicos acabe finalmente salpicándole a ella también. Y menos aún garantiza que el mismo Rajoy no termine igualmente ante un tribunal de justicia para dar cuentas de sus responsabilidades políticas -y quizá penales- como máximo dirigente de un partido en cuyo mandato la corrupción se extendió como una epidemia durante años. Aguirre es sólo un síntoma más de la enfermedad de la corrupción en la política española, pero su dimisión en modo alguna garantiza su curación. Es solo una dimisión más en una lista interminable que aún no ha llegado a su último nombre.