Llevo una racha de aúpa. En mi lugar de trabajo, en la redacción en la que acostumbro a pergeñar estas salidas de tono literarias, suena cada poco el dichoso teléfono, con ese tono crispante que sólo ha podido nacer en las entrañas del mismísimo diablo, con buenas nuevas para la profesión periodística y para su deontología. No en vano, ya son legión los interlocutores que, por aquello del azar divino, deciden compartir su preciado tiempo y sus desbordantes conocimientos con el menda, al que le va en el sueldo aquello de aguantar chaparradas dialécticas, solapadas increpaciones y verborreas nerviosas de toda índole y condición. Y es curioso, porque parece que los aludidos han cursado y superado con creces de catedrático varios másteres y doctorados en práctica periodística y que, por cortesía, han decidido impartir y compartir con detalle de erudito varias clases magistrales con las que afear y empequeñecer los tristes y rudimentarios conocimientos con los que uno se enfrenta al día a día de un periódico desde hace décadas. Es embriagador escuchar razones, tesis y teorías y comprobar como unos y otros sientan cátedra a diestro y siniestro con discrecional capacidad didáctica y editorializante. Por fin, el periodismo rezuma calidad indiscriminada.