Como a un Cristo dos pistolas. Vamos, que no pegaba ni con cola. Pero, allí permanecía, sostenido por su altiva decrepitud, mirándose los pies sin interés, pero con constancia. Ni siquiera el viento lograba inmutar los pliegues de su abrigo que, con seguridad, había vivido otras vidas, muchas de ellas con mejor lustre. Aguardaba impertérrito, aparentemente sin mayor objetivo que cosechar miradas y compasiones y, si se terciaba, unas monedas que, independientemente de su color y de su peso, de caer, caían a un cestaño de mimbres deshilachados sostenido por un tabique de cartón en el que, con todo lujo de dislates ortográficos, se explicaba los condicionantes de una vida que, aparentemente, era de lo más perra. Allí estaba, a las puertas de un conocido establecimiento de esos a los que uno va, ya no a beber, sino a ser visto, que de eso se trata. Y sí, era un pobre, de los que en Vitoria necesitan de ayuda ajena para tratar de no morirse de hambre (o de pena que, dadas las circunstancias, da lo mismo). Parece mentira porque, lejos de los titulares que dan por hecho que la economía vuelve por sus fueros, la sociedad sigue fracasando al permitir que parte de ella no tenga para vivir. Y lo peor es que cada vez hay más gente que corre el riesgo de quedarse en el camino.
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