Era evidente. Tres chavales cobijados bajo el umbral de un portal resguardado de un viento que peleaba por quebrar la verticalidad de los árboles guardaban con sigilo un secreto que no era tal. Con cada transeúnte que rozaba su estela, más y mejor se agazapaban, con contorsiones y escorzos propios de un artista circense. Y todo para evitar poner al descubierto su pequeño enigma, aquello que les unía y reunía. Sin embargo, y pese a que mis virtudes detectivescas se ciñen al juego de tratar de descifrar cuál va ser el primer plato de cada comida que entra en el buche sólo por el aroma que desprende la cocina, el olor y el humo de aquella actividad arcana me hicieron despertar. Y de qué manera. Apenas era mediodía en la Avenida Gasteiz y los tres críos trataban de fumar con profusión -y con la cautela propia de un elefante cojo en una cacharrería- un canuto de dimensiones tambaleantes. La verdad, aquello me perturbó. Y no porque me importe en demasía lo que hagan los hijos de los demás, ni porque yo sea demasiado puritano. Soy consciente de que cada cual hace con su vida lo que le viene en gana. Lo que ocurre es que me sigue sorprendiendo la falta de pudor, malicia o consciencia del personal, que hace y deshace sin perturbarse ni lo más mínimo.
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