La sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) que condena a dos años de inhabilitación al ex president de la Generalitat, Artur Mas, y respectivamente a un año y nueve meses y un año y seis meses a sus exconsellers Joana Ortega e Irene Rigau por la convocatoria de la consulta del 9-N de 2014 posee diversas vertientes más allá de que Mas pueda o no presentarse a unas próximas elecciones en Catalunya. Por un lado, la consideración por el TSJC de la gravedad del delito de desobediencia dado que el tribunal eleva las penas incluso por encima de las solicitudes de la Fiscalía mientras rechaza la existencia de delito de prevaricación por el uso de medios públicos en el desarrollo de la votación. Porque para hacerlo llega a recordar que la causa “no se proyecta” sobre la convocatoria o la colocación de las urnas y ello supone, en primer lugar, que la consulta es legalmente posible; y en segundo lugar que el único supuesto delito -pendiente de los recursos ya anunciados ante el Supremo y los tribunales europeos- es el no haber acatado la suspensión dictada por el Tribunal Constitucional. En ese punto, sin embargo se llega al contraste de legitimidades que ya se dio en Euskadi -la causa contra Juan María Atutxa y la Mesa del Parlamento en 2008- entre el cumplimiento de una orden emanada del legislativo catalán elegido democráticamente y un imperativo legal surgido del pleno del TC, nombrado por designación política de partidos que gozan en el Estado de una mayoría de la que están muy lejanos en Catalunya; partidos que, además, se resisten a contemplar la única vía alternativa que el propio TC citaba en la orden que pretendió anular el 9-N: la reforma de la Constitución para alcanzar el reconocimiento al pueblo de Catalunya de atribuciones que al parecer no tienen cabida en la misma. En otras palabras, que el debate no es jurídico sino político y, por tanto, nunca debería haberse dado traslado del mismo a los tribunales -al menos si lo que se pretende es alcanzar una solución-, sino plantearse en el ámbito del diálogo entre gobiernos, lo que el Estado español rechaza -y Euskadi también sabe algo al respecto desde que en 2005 el Congreso se negó siquiera a debatir sobre su Nuevo Estatuto Político- en la ignorancia de que juzgar y en su caso inhabilitar a uno o varios políticos no soluciona el problema y los catalanes, con o sin Mas, volverán a exigir la capacidad de decidir su futuro.
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