La confirmación por el Instituto Vasco de Estadística, Eustat, de que el gasto -o inversión- en protección social roza en Euskadi los diecisiete mil millones de euros anuales, ha aumentado mil millones de euros en un lustro y supone una cuarta parte del Producto Interior Bruto constata una realidad cada vez más evidente en nuestro país, también en el resto de lo que se ha venido a denominar “sociedades avanzadas”. Sin obviar que ese aumento en los fondos destinados a la protección social tiene correlación con el aumento de las necesidades derivadas de la crisis económica, cabe sin embargo destacar que la sociedad vasca ha sido capaz de generar recursos para incrementar lo destinado a paliar los efectos de esa crisis hasta elevar el gasto en prestaciones sociales por habitante de 7.209 a 7.661 euros anuales. Dicho de otro modo, el gasto social no ha sido (el más) perjudicado por la crisis económica aun si se pueden apreciar diferencias en la evolución de las diversas prestaciones toda vez que esas mismas necesidades han llevado a priorizar, por ejemplo, la atención a la exclusión social. Así, Euskadi supera en un 5% el gasto medio de la Unión Europea en prestaciones sociales y en nada menos que un 36% el gasto medio del Estado. Pero, en todo caso, ese volumen de inversión en el capítulo social, que en nuestro país se centra en la atención a la vejez y en la atención sanitaria toda vez que ambas suponen el 67% del total y en tantas ocasiones están relacionadas, es una realidad a tener en cuenta independientemente del ciclo que atraviese nuestra economía. Que en apenas cinco años, entre 2010 y 2015, el gasto en prestaciones sociales a la vejez haya pasado de 6.004 millones de euros anuales a 7.150 millones, es decir, haya experimentado un incremento del 19%, lleva a cotejarlo con las proyecciones demográficas que prevén un aumento de más de cien mil personas mayores de 65 años en la próxima década (+25%) y una pérdida de población en edad laboral de entorno a las 180.000 personas (-13%), lo que a priori significaría un incremento de las necesidades que no tendría correlación en la obtención de recursos y presenta un horizonte al menos preocupante que, sin embargo, no debería llevar a replantear la asistencia social, sino a una evolución en sus modos de financiación y prioridades.
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