La plasmación oficial ayer en La Habana del acuerdo definitivo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC pone fin a uno de los conflictos armados más longevos de la historia moderna -una guerra civil de diversa pero mantenida intensidad que ha provocado 220.000 muertes y siete millones de víctimas en seis decenios- y confirma que el resultado de los procesos para lograr el fin de los conflictos armados depende únicamente de la voluntad de las partes. Que el presidente colombiano Juan Manuel Santos y el líder de la principal guerrilla colombiana, Rodrigo Londoño Timochenko, oficializaran ayer el acuerdo con el aval de la comunidad internacional y la propia ONU solo ha sido posible porque esa voluntad se ha sobrepuesto a todos las obstáculos que habían truncado procesos anteriores, desde el iniciado por el gobierno de Belisario Betancourt en los años 80 al liderado personalmente por el presidente Andrés Pastrana entre 1998 y 2002 que incluyó la desmilitarización de la zona de el Caguán. Obstáculos que, además, han provenido tanto de las propias FARC, con incumplimientos flagrantes y luchas intestinas en un ejército irregular de más de siete mil hombres con influencia e intereses en 24 de los 32 departamentos de Colombia, como del Ejército y las fuerzas paramilitares que las han combatido y de la propia clase política colombiana, especialmente en este último proceso por parte del anterior presidente, Álvaro Uribe, empeñado en una campaña de demonización de las negociaciones que incluyó el intento de malograrlas ya en sus inicios, hace nada menos que cuatro años, haciéndolas públicas. Y es por esa voluntad de paz, mayoritaria en la sociedad colombiana, y por la dificultad de un proceso trufado de presiones e intereses contrarios a la paz, desde la explotación de recursos naturales al narcotráfico, que el acuerdo debe tener continuidad en el proceso abierto por el Gobierno Santos con el último grupo guerrillero del país, el ELN, pero también servir de ejemplo en el final de otros conflictos, comparables o no pero en todo caso violentos, y de contraste con aquellas partes de estos -ya sean los protagonistas de la violencia o los gobiernos que pretenden combatirles- que se mantienen impertérritas o incluso promueven con su inmovilidad, cuando no con actitudes contraproducentes como la de Uribe, la no resolución definitiva de los mismos.