Uno ya no se sorprende por nada. Compartiendo el cortado de las mañanas en el nuevo bar que más o menos he encontrado tras el cierre del Dortmund para estos menesteres, el otro día salta un compañero del metal mientras leía el periódico: “Joder, ¿pero había que pagar por ir a los museos?”. De esa frase deduje rápido tres cosas. Que el amigo no ha pisado ni el Bellas Artes de Álava ni ningún otro espacio similar de su propia ciudad en la vida, aunque a buen seguro cuando se pira de vacaciones es capaz de meterse -y pagar entrada por ello- hasta en el Museo del Agujero en el Calcetín. Que le interesa la actualidad cultural de su territorio -como por otro lado a la mayoría de sus conciudadanos- lo que a mí el ciclo reproductivo de las pelusas en el ombligo. Y que es de los que entiende que cualquier expresión artística debe ser de entrada gratuita porque eso no es un trabajo. Así que me evité plantear -sabiendo que si lo hacía podía salir de allí a leches- los siguientes debates: ¿tanto dinero es pagar tres euros por un ticket de un museo? ¿en realidad no se paga ya con los impuestos? ¿se puede cobrar cuando lo que se ofrece está recortado y ajustado hasta la saciedad? ¿tiene sentido dedicar dos segundos a pensar en esto o total para qué?