Mi grado de desconcierto aumentó al conocer la implicación del primer ministro islandés en esos papeles. Me costaba admitir que un ministro nórdico, con un brillante currículo en contra de la corrupción, pudiera haber caído en la misma voraz ansia de dinero. Me extrañó su burda reacción al ser preguntado y, más tarde, su negativa a dimitir. Que 48 horas después, unos veinte mil islandeses, manifestándose de forma tan cívica y exquisita, hayan conseguido su dimisión es una excelente noticia que debería tener una amplia difusión internacional por dos motivos: por ver si cunde el ejemplo y porque nos reconcilia con principios democráticos, de los que andamos muy escasos.