La polémica abierta entre el Congreso y el Gobierno del Estado en torno a la potestad de fiscalización de la Cámara sobre el Ejecutivo cuando, como en estos momentos y desde hace casi noventa días, este se halla en funciones no debería haber entrado en el cruce de interpretaciones normativas ni, mucho menos, derivar en un conflicto de competencias en el que el Tribunal Constitucional ejerza de árbitro, como ha advertido la Presidencia del Congreso. De hecho, quienes defienden la obligatoriedad de comparecencia de los ministros y el presidente del Gobierno ante el Pleno de la Cámara, es decir, todos los grupos parlamentarios salvo el PP; pueden esgrimir perfectamente el art. 66.2 de la Constitución, que especifica, sin excepciones, que “las Cortes Generales (...) controlan la acción del Gobierno” así como la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, o Ley del Gobierno, cuyo art. 26, titulado “Del control de los actos del Gobierno”, en su punto segundo afirma, también sin excepción alguna, que “todos los actos y omisiones del Gobierno están sometidos al control político de las Cortes Generales”. Que el gabinete de Mariano Rajoy esgrima el art. 21.3 de esa misma ley para escudarse en que el gobierno en funciones “limitará su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos” y en la inexistencia de la “relación de confianza” que dicho artículo estipula entre las Cortes y el Ejecutivo -tal y como pretendía en el informe jurídico elaborado por el Ministerio de Presidencia- es una utilización torticera de su obligatoria relación con el Congreso, con el único fin de presionar a sus oponentes mediante la responsabilidad de una imagen de desgobierno, bien sea en el proceso de una investidura o en el de unas nuevas elecciones. Con el agravante de que, al hacerlo, Rajoy y su partido trasladan al ámbito de las relaciones entre los poderes del Estado el forzado retorcimiento de la interpretación de las leyes que los gobiernos del PP han realizado no solo en esta última legislatura. Y por si fuera poco, confirman la falta de respeto por los principios más básicos de la democracia que se da en el PP cuando pretende aprovechar el carácter funcional de su gobierno para eludir cualquier control parlamentario -hasta el punto de evitar comparecer incluso en comisión- impidiendo a los diputados democráticamente elegidos realizar la que es una de sus funciones fundamentales.