las selecciones de fútbol femenina y masculina de Catalunya y Euskadi protagonizaron ayer en el Miniestadi y en el Camp Nou, respectivamente, una nueva fiesta del deporte y de la reivindicación nacional de las aficiones de ambos países. La selección vasca ponía así colofón a un año en el que ha celebrado el centenario de su fundación y de su primer partido, que disputó precisamente contra la selección catalana el 3 de enero de 1915. Ha pasado un siglo y las selecciones vasca y catalana, así como las aficiones y los pueblos que tienen detrás, mantienen viva la llama de la reivindicación de su derecho a competir de forma oficial en encuentros internacionales. El camino hacia la consecución de ese anhelo ha sido -está siendo- largo y jalonado de alegrías por la constatación de que existe una masa social mayoritaria que exige esa oficialidad, y también de enojo al comprobar año tras año la cerrazón de las administraciones políticas y deportivas españolas. Para las autoridades estatales, los encuentros que a lo largo del año celebran las selecciones de las nacionalidades no dejan de ser algo simplemente festivo, incluso folclórico, pero ese desprecio choca con el deseo manifestado reiteradamente por aficionados y jugadores de que sus formaciones alcancen el estatus del que disfrutan otras selecciones. Y esto atañe no sólo al fútbol, sino a todos los deportes que cuentan con competiciones internacionales. Haciendo un símil con las reivindicaciones políticas mayoritarias de los pueblos vasco y catalán, podríamos decir que al igual que se reclama el derecho a decidir, las selecciones exigen su derecho a competir y a hacerlo en igualdad de condiciones que las otras. Ejemplos no faltan en el mundo de selecciones que, aun sin tener sus respectivos países la condición de Estado, pueden competir a nivel internacional y de forma oficial. Quien pretenda echar por tierra esa reivindicación, hablará de la reducción de las ligas a los equipos de los territorios de cada nacionalidad, vasca y catalana en este caso, pero quienes lanzan esas voces saben perfectamente que una voluntad política de reconocimiento de la singularidad de estos países sin Estado bastaría para encontrar la fórmula de encaje de todas las aspiraciones. Lo que hoy parece imposible, puede estar al alcance de la mano a la vuelta de la esquina. El futuro está por decidir.