Llevo unas semanas sopesando si el personajillo yanqui del Grinch de la Navidad, con su permiso una especie bicho verde reencarnación del dickensiano señor Scrooge, existe realmente. Por un momento pensé que no encontraría un ratico para escapar del agujero negro de la campaña electoral y montar la parafernalia navideña en casa, auténtico reto a la resistencia de materiales este año para el árbol con bolas, bolicas, estrellas, campanas, cascabeles, árboles -sí, árboles, en Navidad abundo en la redundancia-, duendecillos, setas -¿setas? llevo unos día reflexionando sobre qué pintan unas setas ahí-, piñas... Da igual cuántas veces limpies, siempre aparece purpurina. Esto me recuerda a una gloriosa Nochevieja cuando la primada aún eramos críos y se nos ocurrió llevar confeti a la cena para después de las uvas. Mi tía jura -y en sucesivas Nocheviejas con serias amenazas para los perpetradores- que siguieron apareciendo confetis por casa hasta febrero. Y esta es la razón por la que me gusta la Navidad -y cualquier otra ocasión que nos sirve de excusa para compartir momentos con la gente que queremos-, básicamente porque nutre el disco duro de instantes felices de los que poder echar mano cuando llegan los agujeros negros. La esperanza. Así que disfruten, compartan y feliz Navidad.
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