El fin de semana pasado, una persona se quedó encerrada en unos céntricos cines de Gasteiz. Asistió a la última sesión y se entretuvo leyendo los créditos hasta que finalizó la proyección. Del todo. Incluido el copyright. Al final tuvo que llamar a los Bomberos para salir del cine. Se me ocurren dos reflexiones. La primera, solidaria, porque tiendo a hacer lo mismo desde los catorce años. Ni se imaginan la cantidad de nombres que he llegado a leer. Algunos me los sé de memoria y me divierte encontrarlos en películas diferentes. Confieso que ahora hay que ser más militante, porque si se trata de una superproducción, los créditos son interminables y en letra minúscula, y yo ya estoy mayor. Conviene añadir a esta ecuación la reciente costumbre de algunas productoras de guardarse unas imágenes para incluirlas después de los créditos, y quizás es lo que estaba esperando la persona que se quedó encerrada. No se me ha olvidado la segunda reflexión: es laboral. Si algo echo de menos en las salas de cine modernas es a los acomodadores. Los que conocí eran varones, y trabé amistad con alguno de ellos, hasta el punto de que hacían la vista gorda conmigo y me dejaban entrar a las pelis para mayores. Si aún los hubiera, nadie se habría quedado encerrado en el cine.
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