Los disturbios de los últimos días en la localidad estadounidense de Baltimore (Maryland), a poco más de una hora del Capitolio, tras la muerte de un joven afroamericano, Freddie Gray, en una detención policial; como los provocados antes en similares circunstancias en Charleston (4 de abril, por la muerte a tiros por la espalda de Walter L. Scott), Ferguson (agosto y diciembre de 2014, tras las de Michael Brown y Antonio Martin) o Nueva York (julio de 2014 por la de Eric Garner) solo son las últimas consecuencias del generalizado problema de violencia que afecta a Estados Unidos, donde se poducen 30.000 muertes por arma de fuego cada año y 9.000 son consideradas asesinatos. Esa violencia intrínseca en la sociedad tiene, qué duda cabe, reflejo en la actuación policial: a pesar de no hacerse públicos los datos oficiales sobre muertes no justificadas a manos de los diferentes cuerpos policiales estadounidenses, un informe del FBI de hace dos años cifra en 461 los “homicidios justificables” mientras que organizaciones contra la violencia policial los elevan a más del millar anual. Pero la violencia policial y las protestas sociales son azuzadas por otro factor todavía muy apreciable en la sociedad estadounidense: el racismo que pervive más allá de la asimilación pública del éxito social, económico y político de una parte privilegiada de la comunidad afroamericana, cuyo máximo reflejo es la presidencia de Barack Obama. No en vano, el 30% de esas víctimas mortales de intervenciones policiales es de origen afroamericano, el 28,4% de los arrestos se realizan a personas de esta etnia y un ciudadano negro tiene seis veces más posibilidades de acabar en prisión que otro blanco: el 41% de los presos estatales y el 44% de los penados en prisiones federales son asimismo negros y son los negros quienes suman el 59% de las condenas y el 74% de las cadenas perpetuas. Cifras escandalosas si se tiene en cuenta que la comunidad afroamericana supone solo el 14% del total de la población. Y basta con añadir la innegable sensación de impunidad de los miles diferentes cuerpos policiales del país -según el John Jay College de Criminología de Nueva York, entre 1999 y 2009 se investigaron solo 21 casos, de los que siete acabaron en denuncia y apena se señalaron tres culpables- para formar el caldo de cultivo, que no la justificación, de los disturbios que periódicamente explotan en comunidades de mayorías sociales afroamericanas.