aunque hace ya unos meses John Kerry -a la sazón secretario de Estado de EEUU- se propuso la resolución de la cuestión palestina, después de que la ONU aprobara la aceptación de Palestina como Estado observador, nada parece haber avanzado en la buena dirección. La política de colonizaciones prosigue, a pesar de las advertencias hechas, y la violencia fronteriza ha provocado algunas víctimas mortales, lo cual ahonda en los pilares cruentos de la cuestión. Todo parece indicar que nada ha contribuido a taponar la enorme brecha que existe entre Israel y los palestinos.
El plan que se apoya en volver a las fronteras de 1967 resulta a todas luces impracticable, puesto que otros acuerdos de paz se han apoyado en esa base y han fracasado estrepitosamente. El tema de permitir la creación del Estado palestino de pleno derecho o convertir Jerusalén oriental en su capital tampoco ha progresado.
Tanto el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, como el presidente palestino, Mahmud Abbas, por buena disposición que tengan a entablar unas conversaciones, están atados de pies y manos a la hora de atender las exigencias de los sectores más radicales. Nadie que alcance la máxima autoridad puede desdeñar la influencia de estos grupos de poder.
Hay algo más. La negociación directa y la posibilidad de que se acuerde, por fin, unos límites que impidan a Israel proseguir con su política de expulsión sistemática de los palestinos -como sería acordar unas fronteras definidas que dieran viabilidad al Estado palestino- están lejos de darse. Sin esto y un programa gestionado por la ONU para el desarrollo económico y social de los territorios palestinos -la franja de Gaza y Cisjordania-, la viabilidad de todo acuerdo es impracticable. Y hay quien se olvida de que la pobreza y la miseria son un buen alimento del integrismo y, por eso, la violencia seguirá marcando los tiempos de esta dialéctica.
Todo ello se puede resumir en un hecho anecdótico pero que despeja las dudas de la enorme dificultad que puede existir entre dos comunidades que deberían haber aprendido a convivir y que la violencia y la incomprensión han separado de forma brusca e inapelable. Hace unos días saltó la noticia de que un grupo de niños palestinos pedían al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, recuperar una pelota que se les había caído en territorio israelí. Los niños estaban jugando en un distrito de Cisjordania y un despeje mal calculado hizo que el balón volara hasta una zona reservada por el Ejército para construir el muro de separación que, desde 2002, lleva Israel levantando para evitar la amenaza terrorista. Los chicos, por supuesto, pidieron la devolución del balón a los soldados israelíes que custodiaban la zona, pero éstos no quisieron devolvérselo y, por descontado, no les permitieron acceder para recogerlo. El muro -afirma Israel- se ha erigido como una cuestión de seguridad nacional, aunque los palestinos aducen que es la excusa para la anexión de nuevos territorios de forma ilegal para ampliar las colonias. Y, sin embargo, quienes sufren son las personas, los que ven cómo esos muros de intolerancia impiden un gesto de sencilla simpatía y humanidad. Los chicos piden, aparte de recuperar su pelota, libertad para jugar. El simbolismo es elocuente.
Su balón, eso es todo lo que exigen, un poco de justicia que les permita contar con un elemento que les entretiene y divierte en vez de ser atraídos a los brazos del radicalismo porque no les queda otro remedio, ante la falta de perspectivas de futuro y esperanzas.
Por desgracia, el optimismo de Kerry es injustificado. En Ramala, se le reprobó su aquiescencia con Israel, mientras que en Tel Aviv se argumentaba que los palestinos no están a favor de la paz tras recibir como héroes victoriosos a los 26 presos liberados por Israel, "asesinos de mujeres y de niños".
No hay que ser muy ingenuo para pensar que las diferencias no sólo culturales y políticas entre ambos son un asunto más complejo. En parte viene determinado por ese interés de los sionistas de lograr una Israel sin palestinos y del integrismo de una Palestina sin judíos. Ha sido una lucha en la que hay más palestinos viviendo lejos de Palestina que en ella, aunque no ignoro la responsabilidad que ellos han tenido en el uso del terrorismo para reivindicar sus objetivos. En vez de ayudarles, les ha dejado solos y aislados en la esfera internacional.
El cine ha radiografiado con agudeza esta situación, desde filmes como Los limoneros, en la que una mujer es obligada a cortar sus árboles por temor a un atentado, hasta Inch Allah, en la que se vislumbra la miserable vida de miles de palestinos al otro lado del muro, pasando por la conciliadora y ejemplar Una botella en el mar de Gaza, hasta llegar a la encomiable Un cerdo en Gaza, que denuncia en tono de comedia la preocupación excesiva de palestinos e israelíes por la sacralidad de la tierra, mientras se siguen mirando con desprecio.
Son los seres humanos los que cuentan y hasta que eso no sea una prioridad por ambas partes, mientras se sigan mirando como dos extraños y los sectores más radicales e intransigentes de sus respectivas sociedades sean los que marcan la dialéctica de la confrontación, cualquier acuerdo es una quimera. Israel ha de aceptar su responsabilidad en el injusto trato -muchas veces arbitrario- desatado contra los palestinos y los palestinos deben hacer todo lo posible por acabar con la lacra terrorista. La consecución por la paz y la convivencia debe ser su mayor apuesta compartida de cara al futuro.