había nacido para contarnos cómo mueren los pobres, cómo lloran las madres, cómo sonríen los niños y hasta cómo sueñan los reporteros cuando vuelan a los frentes de batalla y dialogan con armados y desarmados. Había nacido para notariar el dolor de cada hombre y de cada mujer, para adentrarse en la tribu más lejana de la India o de Birmania y sentir de cerca el latido de cada uno de los habitantes del país de la úlcera y del lamento. Vivía Manu para desvelar el sentido o la última razón de la existencia de tantos héroes anónimos a orillas del Ganges, del Viet-Cong o de Cebú. Se había hecho periodista, pero no para permanecer y escribir desde una gran sala de redacción, sino para recorrer escenarios y soportar los riesgos y hasta las balas de una guerra sin sentido o con señales de venganza. Leguineche, como Kapuscinski, entendían el oficio de periodista con vocación de trinchera. Y el reportero vasco, al igual que el polaco, sabían que esta profesión no era apta para los cínicos sino para los auténticos.
Ahora que el maestro de reporteros ha desaparecido de este valle de lágrimas y de batallas, de desesperación y de alguna tardía esperanza; ahora que el infatigable trotamundos se había retirado a la paz aldeana de Brihuega, en su último viaje de la Alcarria, cabe hacerse la pregunta que él planteó como una duda o una pregunta de largo alcance: ¿pertenecía él al club de los faltos de cariño? Al lado del reportero más leído cada mañana, más bien informado sobre lo que escribía, cohabitaba un hombre sin el cariño más necesario, y como me contaba un amigo suyo, también periodista, Javier María Pascual: "A la vuelta a casa sólo me esperaba mi perro de caza". Era así de triste la vida de un reportero que se acercaba a otros seres para saber cómo vivían o morían, cómo desarrollaban sus experiencias, sus sueños y sus desengaños en el seno de una familia o de una tribu.
A Manu Leguineche le parecía que la vida está llena de sorpresas, de largas lecciones de humanismo, de encuentros que sorprenden, de mensajes, quizá no cifrados pero sí dignos de ser interpretados y hasta de ser compartidos. Leguineche o su sentido de la percepción y del momento instantáneo donde se producía la noticia impactante y desconcertante, había de estar a punto para contarlo, para que el lector lejano compartiera su quehacer y su experiencia, su pasión y compasión.
Había nacido para certificar que el mundo y la vida necesitan imperiosamente de sanadores y de periodistas, de hombres que no se mueven sólo por el dinero, sino por la fuerza del amor y del querer compartir cultura y vitalismo. ¿Vivía solo para tomarle el pulso a la vida, al dolor y al sonido de las balas y de los misiles? ¿No era más que un reportero? ¿No era más que un testigo de muchos mundos sin comentadores, sin mensajeros?
No hay duda que Manu Leguineche ha sido el gran comunicador, el sagaz intérprete de vidas y acontecimientos que necesitaban el don de la escritura, de la explicación a tiempo. Él contradecía con su sentido del quehacer del periodista aquella definición negra que Jean Paul Sartre daba del hombre: "una pasión inútil". ¡Qué diferente manera de expresarse sobre el hombre la que Manu nos daba en sus crónicas, aunque fueran sangrantes por la muerte de sus pequeños héroes, ya que el reportero descubría con el último latido del ser humano su adhesión o querencia a la vida que se le iba a borbotones.
Leguineche, como Kapuscinski, han sido los notarios afortunados de tantas biografías y de tantos pequeños o grandes seres que han pasado por la vida para sentir la música escondida de una melodía que empezaba como cada mañana con el grito por el sufrimiento o con el lamento bíblico del desgarrado o del desterrado. Este periodista que nos contaba tantas vidas, tantas muertes y tantas ansias de seguir luchando, escondía sus propios dolores, sus desengaños, excepto en ese libro último y un poco vergonzante El Club de los faltos de cariño, escrito en compañía de la gata Miki, del pato Toribio y de un cuco de un reloj suizo.
Pero el solterón de la vida, el buscador de aventuras, el inquieto reportero se ha ido con muchos secretos, con una agenda llena de notas de privacidad, con la convicción de que su vida sólo le podía reportar experiencias de otros, soledades o compañías de otros para contarlas con su prosa contagiosa. Manu nos ha contado muchas cosas, pero ha callado sus propias experiencias, su intimidad. ¿Por miedo a sí mismo? ¿Por una timidez invencible? ¿Porque suponía que sus experiencias y su ser vital no valía la pena contarlas?
Siempre he pensado que este corresponsal fuera de serie ha pasado por la vida como un peregrino o un ermitaño en medio de la gente. Como un ocultador de su misterio y de su propia filosofía. En definitiva: como un vasco en reserva permanente. ¡Adiós, maestro!