la Cofradía de la Virgen Blanca no cabía en sí de gozo y el obispo Miguel Asurmendi estaba pletórico de poder ataviarse de su mejor púrpura para nadar sin miedo a mojarse públicamente -aunque sea por una vez- y sin tener que andar guardando la ropa. El alcalde Javier Maroto se afanó en ensayar a fondo su papel de verso suelto ante tan heterodoxo visitante, la concejala Encina Serrano preparó sus mejores sonrisas y sus más finos pañuelos, los próceres de la Diputación Foral desempolvaron el rancio protocolo de la genuflexión y el simbólico presidente de la Caja Fernando Aránguiz no podía disimular su euforia de ser por una vez útil y poder alinearse en el muy ilustre elenco de la élite de las fuerzas vivas de la ciudad, mientras el virrey Carlos Urquijo -escoltado por un tricornio y decenas de medallas- también metía codos en tan selecto altar. Todo ello, mientras la prensa amiga del establishment se apresuraba a anunciarlo -al dictado y a bombo y platillo- en su versión más complaciente y reverencial y el dispositivo de seguridad de los Miñones se aprestaba a evitar que la ceremonia fuera manchada con insolentes pancartas o camisetas reivindicativas espontáneas. Pero lo mismo que los americanos pasaron fugazmente por Villar del Río dejando a su paso un rastro de decepción en Bienvenido Mister Marshall, la llegada del Papa Jorge Mario Bergoglio a la Catedral vieja de Vitoria resultó ser una filfa. Y andan ahora mirándose unos a otros a ver quién fue el lumbreras, pero todos miran silbando hacia los arcos de bóveda de Santa María.