NO sé qué me resulta más absurdo, si el empeño de un grupo de políticos en mantener la fiesta del 25 de octubre, el de otro en eliminarla o el de unos cuantos más en trabajar ese 25 de octubre a pesar de que podrían haberse quedado en sus casas, haber trazado un plan montañero con bocatas o haberse dejado arrastrar por un vermú salvaje. Vivimos en un país absurdo demasiado acostumbrado a dejarse hipnotizar por el rabo de la txapela, que es la variante local de mirar el dedo en lugar de la luna. Me importa un bledo que el 25 de octubre sea o no festivo. Ya me pareció ridículo que el anterior prócer de los vascos se empeñara en convertir dicho día en no laborable: la fiesta del Estatuto que une a los vascos, solía decir. Sólo por el inmediato resultado de su propuesta, un rechazo notable, tendría que haberse dado cuenta de que su idea no era de las mejores. No lo hizo. O no quiso hacerlo. Y ahí siguen en la polémica, una más para añadir a la guirnalda de problemas ficticios que ellos mismos fabrican ante la indiferencia de una gran parte de la sociedad. Y conste que tampoco considero especialmente importante la derivada vitoriana de esta historia. Que el día de Santiago, del blusa en Gasteiz, no sea festivo el año que viene tampoco me parece un drama, más allá del hecho de que haya que acudir al trabajo. En resumen, que si estos señores quieren entretenerse en los márgenes de la vida, que lo hagan; mientras tanto, que nos dejen en paz con nuestras miserias, muchas de ellas consecuencia de su infinita torpeza.