he tenido este verano la oportunidad de atravesar en coche Alemania y también de contemplar su territorio entre el Rhin y el Elba desde el aire. La perspectiva aérea ofrece la visión, como trazado por un compás, de un territorio organizado minuciosa e intensivamente en su totalidad. Como si la posibilidad de encontrar un espacio baldío, sin un empleo o actividad definida, resultara culturalmente aberrante. La planificación del espacio para obtener el máximo provecho económico y empleo social se concreta en una sucesión de terrenos ocupados por fábricas, complejos industriales, áreas comerciales, espacios deportivos o campos de cultivo que se extienden sin interrupción cubriendo una inmensa llanura. Confirmando todos los tópicos, ningún otro territorio europeo proporciona una sensación de laboriosidad tan intensa y de organización tan productiva.
Hoy, algunas ciudades del este de Alemania -tras dos décadas de paciente reconstrucción- son sin duda la zona de Europa más lustrosa. Edificios y plazas, parques o museos, todo parece nuevo o renovado. Lugares como Erfurt, Weimar o Dresden albergan un enorme patrimonio cultural y artístico que está siendo acondicionado para convertir esas ciudades en un atractivo destino turístico.
La reconversión de la antigua RDA, un área aún relativamente deprimida, ha mantenido a Alemania ocupada durante años. Pero tras su incorporación e integración, la República federal ha adquirido una dimensión que le ha destacado y distanciado del resto de Estados de la UE. El eje franco-álemán que dirigió la CE ha dado paso a una Alemania unificada cuya política económica orienta desde Bruselas a los gobiernos europeos. Y al tiempo que Alemania se agigantaba, la posición de los otros grandes Estados de la UE se ha ido debilitando. Francia ha perdido su posición de coliderazgo y el Reino Unido, dependiente en exceso de la City, ha reforzado al margen del euro su tradicional distancia insular. Ni Italia -empeñada durante dos décadas de berlusconismo en representar una caricatura de sí misma-, como tampoco España -devorada por la corrupción- o Polonia -ensimismada en un catolicismo fundamentalista- han sabido aproximarse a la consideración de grandes Estados. El resto de los socios, 22 países que apenas representan una quinta parte de la población y la economía de la UE, son actores de reparto. En un proceso sin rumbo definido ni liderazgo europeo, lo más probable es que, tras las elecciones que confirman a Angela Merkel como canciller, se mantengan las posiciones alemanas de exigencia de austeridad fiscal y falta de compromiso para articular los eurobonos.
Pero Europa no es ni puede ser Alemania. La enorme capacidad germánica para organizar el territorio y la población es una característica cultural que no comparten otras sociedades europeas. Aunque Alemania sea la locomotora económica, nuestro continente circula muy despacio, arrastrando los viejos vagones de sus estados nacionales. No se trata de elegir entre germanizar Europa o europeizar Alemania, sino de superar la división política para convertir la UE en una gran república unida en su diversidad. Un territorio abierto a la movilidad de sus ciudadanos en el que los Estados nacionales dejen de ser los espacios políticos, economicos y culturales dominantes.
Europa se consume empeñada en mantener a los estados nacionales como fundamento del proceso sin decidirse en hacer de la ciudadanía europea la base de la Unión. Se mueve renqueante a base de los impulsos que se transmiten desde el Consejo Europeo, donde una treintena de políticos nacionales demuestran periódicamente su mediocridad y falta de visión y ambición europeas. El proyecto europeo no debe ser liderado por uno o varios Estados. Ese es un falso dilema. Por el contrario, debemos avanzar hacia otro modelo integrativo, donde el protagonismo corresponda a la ciudadanía y el objetivo sea encaminarse hacia una república continental.
Los nacionalismos de Estado son el principal obstáculo. La renuncia de las soberanías en favor de la Unión resulta más sencilla para las pequeñas unidades políticas y las minorías nacionales que para los grandes y viejos Estados, acostumbrados a percibirse como unidades de destino histórico. La estatalización de catalanes, escoceses o vascos cobra sentido en la medida que concurra con la europeización, es decir, que el reconocimiento de su personalidad política sirva para dotar de un carácter europeo a su población y favorecer a las instituciones comunes de la UE y a sus ciudadanos como eje de la integración.
Pero el objetivo de una UE como espacio abierto requiere, además de un espacio lingüístico común, de unas infraestructuras culturales que doten a los ciudadanos de una opinión pública europea. Son imprescindibles periódicos, radios y televisiones de dimensión europea; grandes cadenas comunicativas que informen desde una perspectiva común y global de lo que sucede en el territorio de la Unión. Seis décadas después del inicio del proceso de integración, los europeos aún no contamos con medios de comunicación comunes. Europa no existe como perspectiva vital ni como espacio comunicativo para la gran mayoría de su población.
Sin embargo, en un mundo que avanza muy rápido y en el que el protagonismo será para grandes unidades políticas, hacer del continente una gran federación abierta a sus ciudadanos es una alternativa más interesante que una suerte de confederación de Estados nacionales que mantiene sumida a Europa en un proceso de decadencia sostenible.