DESDE las revoluciones americana y francesa el liberalismo se fue extendiendo rápidamente, los ciudadanos se levantaban en armas contra los tiranos y las ideas democráticas avanzaban. Se asentó la idea de mercado a cambio de reconocer derechos a los ciudadanos. Los ciudadanos elegían a los representantes y los burgueses hacían sus negocios. Pero las ideas democráticas no se consolidaron de la noche a la mañana. Ha sido un proceso largo y duro, con vacilaciones y reiteradas marchas atrás. Con todo, las ideas democráticas se han ido abriendo camino en los últimos dos siglos. Al principio se instauró la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) y el sufragio universal para elegir diputados. Costó mucho más introducir la idea de rendición de cuentas y de transparencia de la administración, que sólo ha comenzado a tomarse en serio en la última década más o menos. Pero aún quedaba una isla ajena a los principios democráticos: la política exterior.

Una buena prueba de esto se vio en la invasión de Irak. La inmensa mayoría de los ciudadanos británicos, del mismo modo que en el Estado español, se negaba a participar en una acción militar que entendía que era desproporcionada, ilegal al no estar avalada por las Naciones Unidas e insuficientemente razonada, como se vio al conocer que las supuestas pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva eran falsas. Hubo manifestaciones masivas, pero todo dio igual: el cuarteto de las Azores -Bush, Blair, Aznar y Barroso- decidió iniciar el ataque. Mucha gente cuestionó la capacidad de estos gobiernos para iniciar una acción bélica en contra de la voluntad de quienes les habían elegido. Hubo juristas que señalaron que era algo legal. Muchos ciudadanos replicaron diciendo que podía ser legal, pero desde luego era inmoral y contrario al espíritu democrático.

El ex presidente Aznar lo expresó con claridad meridiana. Cuando se le cuestionó su determinación a apoyar la invasión armada a la luz de los millones de manifestantes que en las calles exigían el freno a la preparación de la guerra, señaló con ironía que había más ciudadanos en sus casas que en las calles. Un ejemplo más de la mayoría silenciosa que siempre parece apoyar a cualquier gobernante. Cuando se insistió en preguntarle por si consideraba que tenía legitimidad para tomar tal decisión, que no estaba en su programa electoral, hastiado, terminó la entrevista diciendo secamente que los ciudadanos le habían elegido para gobernar cuatro años y que eso es lo que iba a hacer. Era su responsabilidad y la iba a ejercer. Él, el gran hombre de Estado, tenía información clasificada que no podía compartir pero que avalaba su decisión. La historia le juzgaría. Su propósito era sacar a España del rincón de la historia y volver a ponerla junto a las grandes potencias, allí donde se deciden las grandes cuestiones.

La visión política de Aznar respondía a una perspectiva clásica, en la que el gobierno es elegido para gobernar cuatro años y, en ese tiempo, podía actuar con total libertad -e impunidad- dentro del muy amplio marco legal, incluso en contra de la voluntad expresa de la mayoría ciudadana. En contra de esta posición, llenando las calles y plazas, millones de europeos, americanos, africanos y asiáticos clamaban en contra de la guerra, sí, pero también en contra de una democracia de tan escasa calidad. La visión de Aznar era formalista, legalista, aparentemente basada en la norma, pero en realidad rompiendo su espíritu más profundo. ¿Qué democracia puede quedar en un sistema cuando un pequeño grupo de personas pueden iniciar una guerra en contra de sus ciudadanos? Además, Aznar tampoco se creía en la obligación de dar muchas explicaciones a esos ciudadanos en cuyo nombre supuestamente obraba. No les consideraba merecedores de sus explicaciones o quizás consideraba que no podrían comprenderle. Lo mismo da. Las urnas pusieron en la oposición a su partido, igual que a Blair y a Bush.

Años después, otro presidente norteamericano se encuentra en una tesitura similar. Dice que tiene pruebas claras de que el gobierno sirio ha usado armas de destrucción masiva en contra de su población. Las ha compartido con algunos gobiernos aliados, que se han aprestado a ayudarle a iniciar una acción militar en contra del gobierno sirio. De nuevo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no avala dicha intervención militar, por el veto de Rusia y China. Hasta aquí las similitudes. Pero han surgido importantes diferencias. El parlamento británico no ha apoyado la propuesta de David Cameron de arropar a EEUU en su ataque. Es la primera vez en la historia que el parlamento impide una acción armada a su gobierno. A continuación, Obama ha decidido, con una decisión presidencial sin precedentes, dejar la decisión en manos del Congreso.

Viendo esto, en Francia la oposición está presionando fuertemente al gobierno de Hollande para que haga lo mismo, sometiendo la decisión de actuar o no al mandato del parlamento, la Asamblea Nacional. Es la primera vez que la cámara de diputados francesa se plantea tomarse en serio a sí misma en un tema de tanta trascendencia. Hasta ahora, siempre había avalado la decisión de la jefatura del Estado, con plenos poderes en materia de política exterior, incluyendo la guerra como instrumento de dicha política.

No son tres países menores. Se trata de tres de las cinco o seis principales potencias militares, de los pocos Estados que tienen capacidad real para iniciar una guerra en cualquier parte del planeta.

El régimen sirio ha cantado victoria, considerando que se trata de una maniobra para retrasar el ataque o incluso una forma de retractarse, justificando el cambio de opinión en una eventual negativa parlamentaria. Podría ser, pero no lo parece. Y establecerá un precedente. Será difícil que otro presidente norteamericano inicie una acción militar sin pasar por el parlamento. Y si lo hiciese, le supondría un coste político importante. En el fondo, viéndolo con perspectiva, no deja de ser un paso natural esta lenta pero progresiva democratización de la política exterior. Si hay razones suficientes para atacar, los diputados las entenderán y asumirán. Y los ciudadanos, que son quienes pagarán los costes humanos y económicos de la operación, también lo harán.

Pronto se escucharán los tradicionales argumentos de que la eficacia de la política exterior radica en su monopolio en manos del gobierno, en su mayor capacidad de responder de forma ágil, en que las decisiones ejecutivas deben estar centralizadas, etc. Las personas que invocan esas razones no irán al campo de batalla, ni morirán, ni perderán sus casas, ni sufren al régimen sirio. Quienes hasta hace unos días decían que la guerra en Siria es un asunto interno y ahora proclaman la necesidad de bombardear Damasco no se encuentran entre los dos millones de desplazados y refugiados que ha causado este conflicto.

Que la decisión vaya a estar en manos de parlamentos democráticos, menos vulnerables a los grandes intereses económicos y corporativos, no es la única buena noticia. En primer lugar, se decida lo que se decida, habrá sido en sede parlamentaria y ello causará un importante precedente. Además, en el debate parlamentario el enfoque será más amplio que dentro del ejecutivo, aunque sólo sea porque algunos argumentos eficaces ante el presidente no son políticamente correctos en público. Por último, hay que valorar el enorme esfuerzo y generosidad de los países fronterizos. Pueblos como el iraquí, el libanés o el jordano, que ya tienen sus propios problemas, no han puesto ninguna restricción a la entrada de casi dos millones de refugiados. Algunos países que se consideran más ricos y civilizados deberían aprender de ellos.