decía Carlos Marx de los communards parisinos que habían tomado el cielo por asalto. Pues bien, Simone Weil hizo lo mismo y posteriormente el cielo le asaltó a ella, marcándola con el sello de lo sobrenatural. Hoy se cumplen 70 años de su muerte. Esta mujer nacida en París en febrero de 1909 en el seno de una familia judía afirmaba que "en un navío que naufraga, el pánico surge de que todos, sobre todo los marinos, no hablan obstinadamente más que la lengua de las navegaciones; y nadie habla la lengua de los náufragos". Ella optó por hablar dicha lengua a lo largo de toda su entregada vida, posicionada del lado de los esclavos, de los oprimidos, los explotados y los perseguidos.

Su vida fue corta pero intensa. Ya desde su niñez mostró un espíritu sorprendentemente singular e independiente. Lectora impenitente, sin preocuparse apenas por su cuerpo ni por las pasiones, y comiendo como un pajarito en solidaridad con los soldados del frente en la Primera Guerra Mundial. Entró con calificaciones brillantes en la prestigiosa École Normale Supérieure, donde fue compañera de Simone de Beauvoir. Acabados los estudios de filosofía, dio clases en varios liceos, siendo su comportamiento discordante con las rígidas normas de las autoridades académicas. Por aquella época se le conocía como la virgen roja, pues se unía a las manifestaciones y mítines obreros llevando la bandera y participando activamente. Ya desde estos inicios militantes mostró un compromiso furioso,

Dejó la enseñanza para ingresar en una fábrica para conocer en su propia carne la condición obrera y fue fresadora en la Renault. Desde su experiencia obrera recibió "la marca del esclavo, semejante a la marca del hierro candente que los romanos aplicaban en la frente de sus esclavos más despreciados", en sus propias palabras.

Sus contactos se multiplicaban en los ambientes trotskistas (conoció al líder bolchevique ruso en París, manteniendo arduas disputas con él), con otras tendencias marxistas y con la corrientes libertarias con las que se hallaba más identificada. Ajena a todo dogmatismo y pensamiento anquilosado, su espíritu crítico y su creatividad hacían que siempre resultase molesta debido a que no callaba y que argumentaba sus objeciones con destacada inteligencia. La tarea que pensaba debían cumplir los intelectuales era la de educar a la clase obrera, integrándose con ellos y así desalinearles, haciéndoles salir del espíritu gregario.

En 1936, al darse el alzamiento fascista al otro lado de los Pirineos, tomó el primer tren que pilló con destino a Barcelona y allá se puso en contacto con los anarquistas, con los que se incorporó a la lucha en la columna Buenaventura Durruti, en el frente de Aragón. Quiso la suerte que sólo permaneciese en las trincheras dos meses, ya que pisó una cazuela cuyo contenido le cayó encima quemándola y teniendo que ser trasladada a un hospital en Sitges y posteriormente enviada a su país. Digo suerte porque prácticamente todos sus compañeros combatientes cayeron al poco en el campo de batalla. Su fe en la revolución y en el ideario anarquista se vieron debilitados, no obstante, tras su experiencia guerrera, al constatar que en el fragor del combate hasta los más honestos luchadores recurrían a usar los mismos métodos que sus enemigos.

En su país, tras algunos trabajos en el campo, intentó reingresar en la enseñanza. Las autoridades de Vichy habían promuglado leyes raciales que le iban a impedir ser admitida por su condición de judía. En una carta -que incomodó a muchos judíos- dirigida al ministro del Interior le preguntaba qué era eso de ser judío, ya que si de religión se trataba, ella de eso nada y si era cuestión de tener abuelos de tal condición, el criterio era de una arbitrariedad absoluta. Se ha solido criticar a Simone Weil por su insensibilidad ante la situación de los judíos en aquellos años oscuros -igual que luego pasaría con otros judíos ilustres que se opusieron a la empresa sionista como Karl Popper o Hannah Arendt-, si bien sus palabras son de una pertinencia y actualidad absolutas.

Al final hubo de huir con sus padres a Marruecos, donde fue recluida por un breve tiempo en un campo de acogida. Más tarde se embarcaron los tres hacia Nueva York, aunque ella se negó a aceptar la nacionalidad americana, ya que le parecía un lujo escapista y cobarde teniendo en cuenta la situación que se estaba viviendo en el Viejo Continente. De nuevo en Europa, intentó incorporarse a la Resistencia francesa, aunque la jefatura de Charles de Gaulle la rechazó porque su condición de judía le haría presa fácil y la destinó a tareas burocráticas lejos del frente, lo que enfureció a la mujer e hizo que rompiese sus relaciones con el general y su camarilla.

Ingresada en Londres con tuberculosis, enfermedad que a la sazón se curaba a base de abundante comida rica en calorías, se empeñaba en alimentarse únicamente como sus compatriotas oprimidos por el régimen de Pétain y murió en el sanatorio de Ashford el 24 de agosto de 1943.

Quedaría cojo este retrato si se olvidase la vena mística que sintió -sin hacer caso a aquello de que fuera de la Iglesia no hay salvación, ni fuera del Partido tampoco- y siempre actuó según su libre albedrío, más allá de cualquier tipo de obediencia o sumisión. Tres episodios marcaron ese giro, según contaba ella misma: una colorida procesión en Portugal, una visita a una capilla de Asís y la audición de los cantos gregorianos en la abadía benedictina de Solesmes. Sus últimos años se vieron acompañados de profundas lecturas de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Jesús, de literatura e historia griega y latina y escritos balanceando entre Jesús y Platón, que se venían a unir a sus textos sobre temas sindicales, obreros, coloniales o anti-bélicos.