LOS medios informativos han difundido que el Papa en Brasil, en uno de sus discursos defendió la laicidad del Estado. Nunca lo hubiera pensado. Tanto que, en un primer momento, mi perplejidad ha sido enorme. Seguro que menos que la de Rouco Varela, pero, como digo, enorme. ¿Por qué? Porque la laicidad ha sido hasta ayer mismo la bestia negra de las relaciones entre Iglesia y Estado. Al menos de boquilla, porque, en la práctica, los gobiernos españoles han doblado el espinazo una y otra vez ante las exigencias confesionales y nada laicistas de la Conferencia Episcopal, siempre enrocada en posiciones nada compatibles con la supuesta laicidad defendida por el Papa.

Sin embargo, mi perplejidad ha durado un suspiro. Superado el desconcierto del titular periodístico, tropiezo con el desarrollo del contenido de dicho concepto en boca del Papa aclarando que el Estado "sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad favoreciendo sus confesiones concretas".

Inaudito. No entiendo bien que un papa, que siempre cuenta con la inspiración conceptual del Espíritu Santo, confunda el término de laicidad con aconfesionalidad.

Laicos son las personas que no son curas, sacerdotes, frailes, monjes, etcétera. La gente del pueblo que no viste traje de sacerdote ni regenta iglesia o convento. Es decir, la mayoría de la ciudadanía. Y laicos los hay de todas las clases y pelaje: creyentes, ateos, agnósticos y deístas. El laicismo no es incompatible con ser persona piadosa, de comunión y rosario diarios, como el actual ministro del Interior que, tiempo al tiempo, terminará de cartujo.

Es erróneo considerar que el laicismo es intrínsecamente perverso y enemigo de la religión, del Papa y de sus ministros, de sus dogmas y de su fundamentalismo transcendental que raya en la superstición. El laicismo o laicidad del Estado que dice el Papa tiene que ver con la geometría, con el espacio, con la higiene pública. El laicismo es la afirmación categórica de la separación de la Iglesia y del Estado sin que la primera interfiera en el segundo y que este haga lo propio con su partenaire eclesial. Ni amigos, ni enemigos. Nada. Ninguna relación. De este modo, jamás se enemistarán. Lo que es de César para él y su mujer, y lo que es de Dios para Dios, pero para Dios y no para quienes trafican con su nombre y su paranormal existencia.

Este laicismo o laicidad da pavor a la Iglesia y desde Constantino lo ha condenado como si se tratara de doctrina diabólica, debelado una y otra vez por las encíclicas de los papas, incluidas las de Ratzinger.

En España, en la actualidad este laicismo es imposible. Ni los políticos del PP, por supuesto, pero, tampoco los socialistas del PSOE han conseguido avanzar un milímetro en composturas públicas laicistas.

Para que este paso fuese real tendría que desaparecer para siempre el maldito Concordato del Estado con la santa Sede. Un concordato que, aunque no guste oírlo, sigue siendo tributo de guerra con el que el franquismo fascismo pagó a la Iglesia por su partición en la Guerra Civil, especialmente por su justificación teológica debida gracias a la pluma fascista del cardenal Gomá y que suscribieron todos los obispos y cardenales con algunas excepciones memorables.

La Constitución española en ningún momento de su articulado sostiene que España es laica. Solo afirma que es aconfesional, término que el Papa actual funde y confunde con el de laicidad.

Pero desengañémonos. En España llevamos desde 1978 siendo aconfesionales por imperativo constitucional, pero no se nos nota nada. La enseñanza de la religión sigue campando en las escuelas públicas, los crucifijos siguen presidiendo los ayuntamientos democráticos y constitucionales, los cargos públicos juran felices ante la Biblia, las puertas de los cementerios suelen estar presididos por una enorme cruz confesional, las inauguraciones de puentes, piscinas, aceras y demás obras públicas se escancian con agua bendita y un Padrenuestro, las fiestas de los pueblos y ciudades son inimaginables sin misa mayor, procesión y el rosario de la aurora...

En la práctica, España ni siquiera es aconfesional. Y eso que lo dice la Constitución. Tanto que bien podría hablarse de santa Aconfesionalidad, virgen y mártir.