EL pasado día 3 de julio, un golpe de Estado encabezado por el ministro de Defensa, Abdel Fatah al Sisi, puso fin, apenas un año después, a la primera presidencia civil de Egipto y al gobierno de los Hermanos Musulmanes. Los golpistas justificaron la acción de los militares por la resistencia del presidente Mohamed Mursi a aplicar las medidas que reclamaba el Frente de Salvación Nacional, un movimiento que agrupa a la oposición laica y cuya representación asumió inicialmente el exdirector del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) Mohamed el-Baradei. La destitución de Mursi era lo que exigían los miles de manifestantes movilizados en los días precedentes en las principales ciudades egipcias así como los millones de firmas recogidas en contra de su continuidad. Se puede aducir también que la oposición laica había denunciado el carácter excesivamente confesional de la Constitución auspiciada por Mursi, que fue aprobada el pasado diciembre en referéndum con una participación muy baja (en torno al 33%). Ciertamente, en su corto mandato, el presidente Mursi ha cometido muchos errores, desde una cierta deriva autocrática y de islamización acelerada del marco jurídico-institucional, a un gobierno demasiado condicionado por el programa político de la Hermandad musulmana y unas políticas económicas y sociales que no han servido para frenar ni el aumento del paro y la inflación, ni para solventar los problemas derivados de la carestía de los productos básicos y de los problemas energéticos (restricciones en el suministro de electricidad), ni para reactivar el turismo o evitar la angustiosa falta de divisas. Sin embargo, en el haber de Mursi también cuentan la reapertura de la frontera de Gaza, con lo que se ponía fin al aislamiento de la franja, la condena del régimen de Bashar Al Assad y, sobre todo, la destitución el pasado agosto del jefe del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), el mariscal Husein Tantaui, hombre de confianza de Hosni Mubarak que llevaba al frente del Ejército más de dos décadas.

No obstante, todo lo anterior no es suficiente para justificar un golpe de Estado contra un presidente que había surgido de unas elecciones que, por primera vez en la historia de Egipto, cumplían los requisitos mínimos de transparencia, pluralidad y supervisión internacional. Si las circunstancias lo justificaran, ¿qué habría que hacer con algunos gobiernos occidentales que seis meses después de obtener una mayoría absoluta han incumplido completamente su programa electoral, han sido incapaces de hacer frente a la crisis económica con medidas eficaces que garantizaran la no destrucción de más puestos de trabajo y que intentan tapar sus errores y una corrupción galopante con políticas regresivas y con una exacerbación del nacionalismo dominante? No hay duda de que los sistemas democráticos tienen pendiente de solucionar un problema que se presenta a menudo: ¿cómo desplazar del gobierno sin violentar el marco jurídico-institucional a un partido que amparándose en la mayoría absoluta incumple su programa electoral y aboca el país a una crisis todavía más profunda?

El golpe de Estado del 3 de julio deja muchas incógnitas abiertas sobre el futuro inmediato de Egipto. En primer lugar, la heterogeneidad e incluso el antagonismo entre los diferentes partidos y plataformas que inicialmente dieron su apoyo a la acción militar, que incluía desde los jóvenes revolucionarios de Tahrir -Tamarod (Rebélate)-, hasta los ultraconservadores de Al Nur (La luz), que obtuvieron un 25% de los votos en las elecciones legislativas de 2011-2012 y que representan una corriente del islam mucho más intransigente y fundamentalista que la de los Hermanos Musulmanes. Como era de esperar, la alianza coyuntural se ha roto en poco tiempo a medida que los militares imponían su hoja de ruta (nombramiento de un gobierno provisional presidido por el presidente del Consejo Constitucional Adli Mansur, que designó como primer ministro al exministro de Finanzas Hazem el Beblawi y fijación de las etapas para volver a la normalidad: referéndum constitucional y elecciones legislativas y presidenciales), se restringía la libertad de expresión y el gobierno provisional dictaba sus primeras medidas que daban un poder casi absoluto al presidente. En segundo lugar, muy pronto se dieron los primeros enfrentamientos violentos entre el ejército y los Hermanos Musulmanes, que consideran que han sido fraudulentamente apartados del poder que ganaron en las elecciones, con el resultado de decenas de víctimas y centenares de detenciones. Un proceso de ilegalización de la Hermandad podría poner el país al borde la guerra civil, como sucedió en Argelia en 1992. Por último, la reacción de la comunidad internacional ha sido vacilante y ambigua. Por un lado, se intentan suavizar las consecuencias apelando al apoyo popular que tenían los golpistas. Por otro, posicionándose ante la nueva situación creada. Y es aquí donde muy pronto aparecieron las primeras contradicciones. Así, Arabia Saudí apoyó desde el primer momento el golpe -probablemente Riad se encuentre en estos momentos más próximo a Al-Nur que a la Hermandad- y, junto con Kuwait y Emiratos Árabes Unidos, ha prometido una ayuda de 10.000 millones de dólares al nuevo gobierno. Muchos países de la UE han pasado en pocos días de la condena del golpe a una cierta comprensión. Pero, sin duda, la papeleta más difícil la tenía Barack Obama, ya que había jugado casi todas sus cartas a una cohabitación fructífera entre la Hermandad y el Ejército.

La reacción de Washington ha sido, por un lado, evitar condenar el golpe de Estado -ello hubiera supuesto la retirada inmediata de la ayuda militar de 1.300 millones de dólares anuales al ejército egipcio- y, por otro, tal como hizo el pasado 10 de julio la portavoz del departamento de Defensa, Jen Psaki, calificar las políticas de Mursi de no democráticas. Además, la Casa Blanca ha confirmado la entrega de cuatro cazas F-16 y de la ayuda militar al nuevo gobierno. Curiosamente, ha tenido que ser el ex candidato a la presidencia, el senador republicano John McCain, una de las pocas voces que han llamado a lo sucedido por su nombre, golpe de Estado, al tiempo que solicitaba poner fin a la ayuda militar porque aunque "se trata de una decisión difícil, debemos aprender las lecciones de la historia y ser fieles a nuestros valores".

No hay duda de que Mursi había tomado una deriva que violentaba las aspiraciones de los laicos que habían protagonizado la revuelta de Tahrir que depuso a Mubarak y que tendía a consolidar un poder autocrático liderado por los Hermanos Musulmanes, de tal manera que el fantasma y los peligros de un régimen islamista reaparecía entre la opinión pública y publicada occidental. Pero se olvida a menudo, como ya sucedió en Argelia en 1992, que el problema de fondo de muchos países árabes no es -o, si se prefiere, no son las derivas islamistas que pretenden islamizar la sociedad tras ganar las elecciones- el islamismo, siempre y cuando, como en Turquía, acepte las reglas de la democracia, sino unos ejércitos acostumbrados a detentar el poder (en Egipto, desde 1952, el ejército ha sido la espina dorsal del régimen a pesar de los cambios de alianzas y de modelo político introducidos por Anuar el-Sadat y Mubarak)-, preservar sus privilegios (en Egipto el ejército controla entre el 30% y el 40% de la economía) y alimentar la corrupción. En definitiva, por el bien de Egipto, y del resto de países árabes inmersos en un proceso de transición política, cabe desear y contribuir a que todo vaya bien y se resuelva la situación por vías políticas, pacíficas y democráticas y que los episodios de violencia no deriven en una guerra civil o en oleadas terroristas.

Egipto es hoy el espejo donde se miran otros países árabes y, sobre todo, Siria (y Líbano) e Irak, donde más claramente se enfrentan en guerra soterrada los intereses geoestratégicos de Irán y Arabia Saudí, que hace unos años abrieron la caja de los truenos de los enfrentamiento comunitarios entre sunitas y chiitas (y en otra dimensión, por el liderazgo suní, Qatar). Egipto es también el laboratorio donde se cuece la nueva política para Oriente Medio y el norte de África de Washington y de Bruselas (en el caso de que la UE tenga alguna política para este escenario). Y, lamentablemente, uno tiene la impresión de que, como con Mubarak, se ha optado por poner el zorro (el ejército egipcio) a vigilar el corral (el pueblo egipcio), lo que no presagia nada bueno.