Añoro lo que había en la plaza de Euskaltzaindia antes de que empezara a transformarse en otra cosa. Era un enorme espacio abierto, con pequeños jardines que, aunque no siempre estaban bien cuidados, servían de descanso visual a los vecinos, de espacio libre a los hijos de los vecinos y de pista deportiva a los perros de los vecinos. En la zona central más cercana a Rafael Alberti, había una estanque y una pieza escultórica; el primero solía estar un poco sucio, pero los hijos de los vecinos jugaban en él en invierno -hielo divertido- y verano -agua irresistible-, dos por uno; la segunda era una obra artística con funciones refrescantes que acabó en los tribunales, salas nada refrescantes. Aquello mutó en un enorme agujero vallado cuando los próceres nuestros decidieron edificar allí la estación de autobuses. Durante meses tuvimos en el barrio un singular humedal, con flora y fauna diversa: patos, plantas y nubes de mosquitos que saludaban frecuentemente a los vecinos como saludan los mosquitos: picando. Ahora todo ha cambiado. Una nueva cordillera se alza en la plaza de Euskaltzaindia. Hay pequeñas cimas en ella que los aficionados a la montaña podrían atacar como entrenamiento antes de abordar retos mayores; eso sí, tendrán que estudiar la zona, establecer el calendario de tránsito de camiones y no olvidar las máscaras antigás para protegerse de las tormentas de polvo. Lo mejor sería una excursión nocturna, y no importa que hagan ruido: ya estamos acostumbrados al que atrona durante el día.
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