Mursi tenía 48 horas para variar el rumbo de su política o el Ejército iba a tomar medidas, o sea, le derrocaría directamente. Un golpe de Estado avisado, telegrafiado... y vitoreado por gran parte de la población egipcia, probablemente la mayoría. En efecto, pasaron las horas y los tanques tomaron el control del país. Suspendida la Constitución. Y la gente lo celebraba como si hubiesen conquistado la libertad. ¿El mundo al revés? Yo diría que sí, aunque no tanto. Es extraño que una sociedad prefiera una dictadura -por muy amable, salvadora y provisional que parezca- a una democracia, por mucho que la haya degradado Mursi inclinando paulatinamente la balanza a favor de la minoría que conforman los Hermanos Musulmanes. Al jefe militar Abdel Fatah al Sisi le apoyan la oposición laica, los cristianos coptos, los sunís, los islamistas radicales, hasta el Nobel de la Paz Mohamed el Baradei. No es muy habitual que todo un pueblo se alíe con el Ejército para clamar por la libertad y sus derechos. Pero, de hecho, los militares ya jugaron un papel principal en el reciente derrocamiento de Mubarak, aunque entonces se trataba de una revolución hacia un régimen democrático tras 30 años de corrupción creciente. La solución Mursi apenas ha durado un año, pero no se equivoquen, la clave de todo este lío es la tremenda crisis económica que azota al país. Los egipcios se han hartado de sus miserias y ya no soportan a los políticos incapaces de arreglar los problemas. Que alguno se ate los machos por si acaso.
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