sin lugar a dudas, la frase de Jorge Fernández Díez, ministro del Interior, de que el aborto "tiene algo que ver con ETA pero no demasiado" suena a acertijo, a galimatías grotesco, del tipo de los de Chiquito de la Calzada, pero es un despropósito, un abuso y un agravio voluntario, consciente y doloso. La intención de ofender está clara. El ministro sabe que no está solo en esa tronera desde la que el lapo se hace argumento.
En el eco de esa frase podríamos afirmar que hay algo que no funciona bien en este país, como si fuera del todo cierto que está manejado por sus demonios, la rutina, las viejas costumbres, las devociones y los dogmas de fe. Cuesta creer que un mero resultado electoral haya situado a semejante personaje en el sillón de ministro del Interior. No nos engañemos, no va a ser tan fácil librarse de esta gente. Todos los esfuerzos políticos y sociales que se hagan para recuperar un terreno a todas luces perdido serán pocos.
¿La del ministro del Interior es sólo una de sus sandeces habituales o hay algo más detrás? Me temo que es inútil o poco o nada práctico hacerse esa pregunta y de paso preguntarse en manos de quiénes estamos. Porque conocemos las respuestas. Es mera retórica, impotencia, resabios de indignados, de parásitos sociales según ellos, de terroristas.
Al margen de lo pintoresca que puede resultar la frase del ministro de la porra, las ideas que deja vislumbrar sólo puede sostenerlas alguien que confunde el sistema legal con sus creencias religiosas y más que por leyes se rige por sus devociones pías, que sólo le conciernen a él, en su privacidad, pues de lo contrario estaríamos ante un abuso mayúsculo. La bobada hecha munición de esta campaña nacional de encono la aplauden o la excusan los suyos, los de su banda, los que llaman a sus enemigos políticos "híbridos de hiena y rata". Ese bando no es el nuestro y me temo que a este paso no hay reconciliación posible ni diálogo verdadero alguno.
Por si fuera poco, ha habido ocasión de asombrarse de nuevo con parecida materia cuando en unos informativos de alcance nacional y desde la cadena que maneja el Gobierno del PP se ha adoctrinado sugiriendo a la población que se alivie de los agobios del paro rezando. Lo contemos como lo contemos, así ha sido y nadie ha respondido por ello. Les importa un carajo la cifra de los seis millones de parados. Nunca ha estado tan claro que no saben qué hacer con ellos, que no tienen la más remota idea de cómo crear puestos de trabajo, de cómo aliviar los padecimientos de una parte significativa de la población. Que recen. Que recemos, mientras ellos se enriquecen.
Esto podría pasar en un púlpito, en un lugar de culto, dentro de una congregación religiosa, pero no en los informativos gubernamentales, porque esa cadena de televisión pública está manejada por el Gobierno. Un sermón como ese, todo lo disfrazado de reportaje que se quiera, sería grave en cualquier país menos en este. Aquí no pasa nada. El aplauso o el encogimiento de hombros es general. Como mucho se alborotan los mentideros, se le saca punta a los sucedidos, se hacen unas risas amargas y a otra cosa, a esperar el próximo numerito, como si estuviéramos en el circo o en un espectáculo de variedades. No en vano otros ministros, más inclinados a las devociones que a las obligaciones del cargo, acuden a romerías y vírgenes tradicionales o castizas en peticiones y encomiendas que suenan a burla siniestra, mientras el país y los asuntos de sus ministerios van camino del desastre más completo.
Aquí la política y las devociones religiosas se mezclan que da gusto. Los parlamentos y los ayuntamientos se bendicen, los políticos y funcionarios se postran. Los políticos de izquierdas besuquean relicarios por miedo o por sostener la mojiganga de la tradición, mientras afirman creer en el Estado laico o aconfesional o qué sé yo, y pobre del que no acuda al responso que dicte la jerarquía, porque no son actos religiosos, sino políticos, sectarios, partidistas. Repugnante. Y lo escribo con más tristeza que encono.
Entre tanto, la jerarquía eclesiástica se frota las manos porque sabe que mientras se sucedan episodios del esperpento nacional, su financiación no corre peligro alguno, es más, un disparate detrás de otro, está cada vez más cerca de un control efectivo y sin rubor alguno del poder civil y policiaco. Llamémoslos signos de los tiempos. Por decir algo.
Esos signos te hacen ver que vivíamos en el espejismo de que el país había cambiado, que los tiempos del estado autoritario y confesional habían quedado de verdad atrás. Sí, el país había cambiado mientras estábamos en Babia, pero lo había hecho no precisamente en la dirección que pensábamos. Los restos del nacionalcatolicismo siguen en el tejido social como una solitaria. No hay Estado laico, hay una nostalgia evidente del llamado Estado católico, algo más que una nostalgia, un objetivo, una evidente puesta en práctica.
Tanto el despropósito del ministro de Interior, como la majadería de la cadena de televisión gubernamental, pertenecen a un mismo estado de cosas ante el que es por completo inútil rasgarse las vestiduras ni siquiera de manera retórica. Mientras estén en el poder lo harán, lo seguirán haciendo. Estamos cada vez más cerca de la enseñanza religiosa obligatoria, del adoctrinamiento como una forma de dominación social y política, y de que no haya otras leyes que las que concuerden con las creencias religiosas, ya supongan o dejen de suponer una imposición de conciencia para la ciudadanía que no comparte esas devociones pías hechas de forma ritual espectáculo mediático. Al despertar, siguen estando al pie de la cama, armados hasta los dientes. Una pesadilla.