LA ciudad norteamericana de Boston ha vivido una semana que sus habitantes no olvidarán fácilmente y que resume, en sus trágicas consecuencias, los resultados del recurso a la violencia, y aún más a la violencia indiscriminada. El lunes, dos bombas de fabricación casera hicieron explosión en la meta del popular maratón de Boston, causando la muerte de tres personas, una de ellas un niño, y más de 175 heridos de diversa consideración. A partir de ahí, las autoridades norteamericanas se lanzaron a una persecución implacable de los presuntos autores del vil atentado. Su rápida identificación -gracias, en gran parte, a la colaboración ciudadana y a las múltiples fotografías y grabaciones de vídeo que decenas de personas realizaron durante la prueba atlética- permitió también la meteórica localización y persecución de los dos hermanos de origen checheno. La historia, que ha seguido un guión más típico de una película de Hollywood que de la realidad cercana, concluyó ayer con la captura del segundo sospechoso de la colocación de las bombas, Dzokhar Tsarmaev, de solo 19 años, tras 22 horas de lo que la propia policía ha calificado de "caza" al hombre. El otro presunto implicado, Tamerlan Tsarmaev, de 26 años, había muerto la madrugada del viernes por disparos de la policía. Nada ha sido normal en este suceso que ha sacudido a la opinión pública norteamericana, ha aterrorizado a los ciudadanos de Boston y ha tenido un balance trágico de cuatro muertos -tres en el atentado, un policía asesinado durante la huída de los sospechosos y uno de los presuntos autores- y numerosos heridos. Ni la colocación de las bombas en ese lugar responde a una lógica ni el origen checheno de los autores explica el ataque, a expensas de lo que determine la investigación. Por otra parte, el despliegue de las fuerzas de seguridad y la propia calificación de "caza" a la persecución de los sospechosos, poniendo literalmente sitio a Boston, así como la explosión de júbilo de algunos habitantes de la ciudad tras el fin de la operación, solo se explican por el clima de auténtica psicosis de atentados que anida en gran parte de la sociedad norteamericana tras el 11-S. El hecho de que al detenido se le niegue el derecho a guardar silencio abunda en esta interpretación. Lo último que se necesita en la lucha contra el terror es sobrepasar las líneas rojas de los derechos humanos.
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