corto, decisorio, renovador, modernizador, trascendental... son algunos calificativos que rodean el cónclave que comenzó ayer en Roma para la elección de un nuevo Papa después de la insólita renuncia de Joseph Ratzinger. Los retos de una institución milenaria y compleja como el Vaticano se agolpan sobre la mesa. El colegio cardenalicio busca una figura que personifique el desafío de guardar las esencias doctrinales, pero adaptando el mensaje de la Iglesia a una sociedad cuya complejidad no ha logrado abordar. En este debate tienen puesta su mirada los teólogos, el casi medio millón de sacerdotes católicos y una comunidad de 1.200 millones de creyentes que han visto cómo su vida y sus preocupaciones se iban alejando de los mensajes y directrices de su Iglesia. A la jerarquía católica le toca abordar su papel de ascendencia y referencia moral, sin suplantar la tarea que desarrollan los gobiernos, pero con un amplio espacio de acción en aras a reactivar principios como la solidaridad, la empatía, la espiritualidad, el trabajo inmaterial y la construcción social, valores universales sobre los que también asienta su proyecto, además de su genuina y a veces olvidada opción por los pobres. Ante la progresiva secularización de la sociedad, la comunidad católica asiste asimismo a otros retos como la necesidad de dar respuesta al campo abierto por la biociencia, al celibato o la participación de las mujeres. Y en un terreno más mundano e interno, al nuevo Papa le corresponde también afrontar con valentía los escándalos sexuales y corruptelas que en los últimos tiempos han protagonizado algunos sacerdotes, obispos y hasta jerarcas de la Curia romana, cuya existencia empezó siendo anecdótica y puntual, pero que el informe secreto derivado de la investigación encargada por el ya Papa emérito ha puesto en primer plano. Finalmente, entre las especulaciones sobre las deliberaciones del cónclave está el hecho de que el nuevo Papa pudiera no ser europeo o proceder de algún país del hemisferio sur aquejado por la miseria o profundas grietas sociales. Eso supondría una reorientación de las preocupaciones de la Iglesia hacia los más desfavorecidos, aunque no siempre la procedencia geográfica ha de corresponderse con el deseable cambio de perspectiva y espíritu.
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