"soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad", escribía José Luis Borges en su Lotería de Babilonia, cuento que narra la historia de un pueblo en el que un sorteo que comienza repartiendo premios entre quienes compraban boletos acaba, con el paso del tiempo, decidiendo la suerte de las personas. Cada dos meses, La Compañía, una todopoderosa entidad que se encarga de imponer arbitrariamente las normas de la rifa, realiza secretamente un sorteo gratuito en el que toda la población está obligada a participar y que reparte muchos honores y premios, pero también graves infortunios como perder todas las propiedades, la mutilación o la muerte. Babilonia queda así organizada con una lógica que no tiene nada que ver con causas y efectos sino con el riesgo, la incertidumbre y el azar.
La incertidumbre es algo de lo que la medicina ha tratado de huir invariablemente. Puede incluso que esa sea una de sus razones de ser. Continuamente ha intentado domesticar el azar basando sus decisiones en principios científicos, pero la medicina -desgraciada o afortunadamente- no es una ciencia. Es cierto que se sustenta en disciplinas que sí lo son, como la biología, la psicología, las matemáticas o la química, pero ninguna de ellas aisladamente ni su utilización conjunta explican el comportamiento de las enfermedades ni las razones que individualizan sus tratamientos. No existe algoritmo ni programa informático capaz de reproducir las decisiones que se toman cara a cara en la relación médico-paciente. Hay algo más que da sentido a este proceso, a los conocimientos científicos se añade la intuición, el sentido común y la experiencia, lo que se denomina ojo clínico.
Sin embargo, los resultados de tantos siglos de lucha contra la irracionalidad y las creencias absurdas empiezan a tambalearse. La crisis económica está haciendo que algunas decisiones sanitarias dejen de estar basadas en firmes argumentos científicos y ahora dependan exclusivamente de criterios económicos que desprecian impunemente los efectos que comportarán sobre la salud.
El principio del todo vale para recaudar con la sanidad se ha universalizado. Hay ejemplos elocuentes, como el ministro de Sanidad portugués, quien pidió a su ciudadanía que hicieran lo posible para no enfermar y así garantizar la sostenibilidad del sistema. O el japonés de Economía, que en una disparatada salida de tono culpó a las personas mayores de los altos niveles de gasto sanitario y les pidió "que se diesen prisa en morir", concluyendo con la perla: "Yo me despertaría sintiéndome mal si sé que mi tratamiento está pagado por el Gobierno".
En nuestro entorno, la que más polémica ha generado con sus absurdos recortes ha sido María Dolores de Cospedal, una de los supuestos perceptores de 15.000 euros de los sobresueldos del PP, que ha decidido cerrar las urgencias nocturnas de 21 municipios de su comunidad "con baja afluencia", ya que mantenerlos abiertos todos los días del año "puede considerarse, desde el punto de vista de la eficiencia, algo que podría resultar próximo al despilfarro".
No es arriesgado afirmar que la salud de la población de esos pueblos sin urgencias empeorará. Los servicios de urgencia llevan décadas tratando de acortar unos segundos del tiempo que transcurre desde que se producen los primeros síntomas hasta que se aplica el tratamiento. La política ficción nos quiere convencer de que algunas personas -las que viven en poblaciones rurales con pocos habitantes- no están influidas por este principio y que se pueden admitir esperas de hasta treinta minutos. Pero la atención que reciban no será adecuada, ya que la decisión sobre su tratamiento y traslado se tomará a distancia, excluyendo toda posibilidad de aplicar el ojo clínico, reposando sobre la capacidad de interacción telefónica y al albur de su destino. Con la misma coartada de la necesidad de que el sistema sanitario sobreviva y que se haga un buen uso de él, pero sin explicar cómo lo conseguirá, se ha impuesto el mal llamado copago farmacético. Una medida de la que la CAV se había librado pero que, en base a una sentencia, se verá obligada a imponer.
Decir que disminuirá el uso de medicamentos por aumentar su precio unos céntimos es tan falaz como estúpido, ya que obvia que la persona que lo utiliza no lo elige sino que le es recetado, por lo que difícilmente el aumento de costo moderará su consumo. Lo único que conseguirá es que algunas personas no tomen la medicación como deben por no poder pagar el aumento del precio.
Aquí radica la perversión de la medicina basada en la evidencia cuando es utilizada por profesionales de la política para justificar insensateces, porque, sin duda, las medidas supondrán riesgos. La realidad es que no se trata de regular, ni de moderar, ni de que se haga un buen uso de los recursos sanitarios; es una sencilla forma de recaudar conociendo exactamente y a priori cuánto vamos a cobrar y cuándo lo vamos a cobrar. Es como pedir un crédito para mejorar la liquidez, eso sí, utilizando como aval la salud de la ciudadanía.
Todo apunta en el mismo sentido: la imperiosa necesidad de recaudar, de obtener efectivo al coste que sea. Es probable que la situación económica resulte desesperada, que el sistema sanitario esté en peligro por desajustes financieros, pero ninguna de esas posibilidades justifica la utilización la sanidad como mero instrumento recaudatorio.
El sistema sanitario debe ser sostenible y, si no lo es, deben aplicarse las correcciones que favorezcan que lo sea, pero no a base de recortes y tasas sino optimizando la gestión y eliminando la multitud de prestaciones que son ineficientes y no aportan salud. Las medidas que se están aplicando, además de ser injustificadas, lo único que consiguen es mejorar un poco la situación financiera y emporar -o al menos dejar al azar- la salud del futuro.