SI las palabras se las lleva el viento, como suele decirse, necesitamos un huracán para que no entre más mugre en nuestros oídos. Aunque bien visto, las oraciones que a veces construyen algunos politicastros (adviertan el implícito elogio que conlleva la frase; porque es cierto: los hay que saben hablar) y que acaban entrando por los conductos auditivos de sufridos ciudadanos como yo, al menos acompañan durante unos segundos a la inmundicia oculta en los caminos que conducen hacia el cerebro, donde se destruyen por su inanidad o acaban almacenadas en el recipiente de frases multifunción, reservado para animar a un amigo alicaído, romper el hielo en una reunión de viejos alumnos del colegio o sorprender a un incómodo y pelmazo vecino que intenta debatir sobre la luz del portal, hasta el punto de enmudecerlo. Ilustremos esta última reflexión con tantos ejemplos como usos ofrece el citado receptáculo cerebral: "ánimo colega, ella no te merecía, estamos dispuestos a llegar a acuerdos"; "al final hemos venido muchos más de los que me imaginaba, e insisto en que no me temblará la mano" (en ese momento, es posible que dos o tres viejos compañeros de clase, a quienes no habías visto en años, se larguen asustados, además de sexualmente confundidos); "sí, no te falta parte de razón, pero date cuenta de que no me consta, el que la hace la paga y que cada palo aguante su vela" (en el caso del vecino pelmazo, conviene exagerar para obtener resultados rápidos). Mejor, callados.
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