"total, que para que manden los mismos...". Esta expresión la he oído en alguien que se autocalifica de izquierdas para argumentar su posición contraria a la independencia de Catalunya. En sentido opuesto, también encontramos independentistas para los que el Estado propio sólo puede ser interesante si sirve para desarrollar un modelo ideológico, por ejemplo la revolución socialista. En definitiva, si no mandan los míos, pues no vale la pena.
En ambos casos se confunde, interesadamente o no, un Estado con una herramienta para una ideología concreta. Pero el independentismo bien entendido busca, simplemente, un Estado donde valga la pena vivir.
Una buena manera de plantearlo es tomando prestada de la filosofía política la figura del velo de la ignorancia: ¿si no supieras qué grupo social será el tuyo, en qué país preferirías nacer y vivir? ¿Cuál te daría más garantías de poder desarrollar tus ideas, sean de derechas o de izquierdas? ¿Si no supieras si formarás parte de una mayoría cultural y lingüística o de una minoría, dónde preferirías haber nacido?
Con este experimento mental uno se da cuenta de que el marco institucional -es decir, el tipo de Estado- es un importante condicionante para el desarrollo de un país y sus ciudadanos. Como decía el filósofo Xavier Rubert de Ventós, no es lo mismo ser de un Estado donde uno es sujeto de pleno derecho, que de uno donde es objeto de deberes sin contrapartidas. De hecho, lo importante no es cómo será el nuevo Estado, sino cómo no será. Qué excluirá o hará difícil. Y con qué nuevos instrumentos contarán los ciudadanos y sus representantes para encarar los retos colectivos. Daniel Cohn-Bendit decía que al día siguiente de la independencia, los catalanes se darían cuenta de que tienen los mismos problemas. Quizás sí, pero deberíamos disponer de una nueva caja de herramientas para resolverlos.
Por todo ello, hay que ver y tratar estas elecciones catalanas que vienen como extraordinarias. Por primera vez, no habrá dos ejes políticos de importancia equivalente (eje social/eje nacional) en el que situar los partidos, como ha venido ocurriendo. El debate sobre el Estado propio supera todos los demás. Ciertamente, los unionistas preferirán seguir con la lógica habitual -autonómica- de los ejes de igual rango y tratarán que se hable del derecho a decidir al mismo nivel que se habla de las políticas sanitarias, educativas o agrarias. Poner la discusión sobre el presupuesto actual y su gestión al mismo nivel que el debate sobre la creación de un nuevo Estado es falso e interesado. Se trata de un reto sin precedentes, ni en España, ni casi en Europa.
Cada día que pasa de campaña electoral más difícil les resulta a todos los partidos no centrarse en el encaje con España y el futuro institucional de Catalunya. Ningún partido ha evitado, finalmente, destacar el tema en su cartel electoral. La fuerza de los acontecimientos se impone frente al tactismo político.
Aunque depende de qué mayoría saque CiU y de los resultados de las otras fuerzas soberanistas, estas elecciones marcarán un antes y un después. Todavía no es claro si Catalunya acabará siendo un nuevo Estado europeo, pero sí que no seguirá siendo una autonomía española sin más. Ya no hay marcha atrás. Demasiadas naves quemadas. Demasiada gente ilusionada y dispuesta a salir a la calle para repetir un nuevo 11 de setiembre. Se pueden considerar estas elecciones como las primeras de una transición nacional catalana.
Si la transición española supuso un cambio de régimen político, la transición catalana también lo implicará. De hecho, esta transición es fruto de aquella, pero no por los motivos que se aducen desde posiciones unitaristas. Desde esta perspectiva, la actual situación es fruto de la manga ancha con la que se gestionó el tema de la descentralización autonómica. Esos barros trajeron estos lodos, se lamentan.
Desde otra perspectiva, el problema es que la sacudida institucional que supuso la transición se acabó hace tres décadas. El milagro español -en lo económico pero sobre todo en lo político- como ejemplo de transición democrática pacífica ha vivido de la inercia de ese gran big-bang inicial. Pero desde entonces el impulso se ha ido perdiendo, ahogado en gran parte por los buscadores de rentas que se han dedicado a repartirse el pastel en vez de a hacerlo crecer.
Por eso se equivocan los que analizan lo que pasa en Catalunya como una guerra de banderas identitaria o la consecuencia de la crisis económica. Se trata ante todo de una crisis institucional. De una crisis de Estado: de sistema electoral, de sistema de financiación, del sistema de partitocracia, de los que deberían velar por el sistema (Banco de España, Tribunal Constitucional o el Senado). Y de un gran fracaso democrático que ha impedido la reforma constitucional y la garantía del encaje democrático de las minorías territoriales, ahogadas en el bipartidismo que ha actuado como verdadera dictadura de la mayoría. El reconocimiento de la pluralidad nacional que tímidamente recogía la Constitución se ha quedado en papel mojado.
Hay un modelo de España consolidado y que ha demostrado que no quiere o no puede cambiar. Y este modelo no gusta a los catalanes. O reformamos España o reformamos Catalunya, ha sido la dicotomía tradicional del catalanismo desde sus orígenes. Hoy, una gran parte de la sociedad catalana está convencida de que reformar Catalunya supone la creación de un nuevo Estado o de nuevas estructuras de Estado con todas las interdependencias propias del siglo XXI.